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Raquel
tiene la voz del profundo horizonte
que se derrama allá en esa barrera entre lo incógnito y la mirada.
Suave y dulce como el menudo cuerpo de la rama frágil
que esconde su fuerza en la sonrisa.
Debe ser muy fácil amar a esta muchacha
y Pepe quizás sea uno de los pocos hombres tan dichosos como yo
por tener un ángel al otro lado de su cama,
o en la cocina preparando un café, tan poco celestial.
No hace milagros,
no concede ni un día más del que se tenga marcado,
pero –ah, amigo– si te sonríe,
puedes rozar el sol remolón del trópico
que, al nacer, en el ocaso lánguido
se recrea tanto como Narciso sobre las tranquilas aguas.
Raquel
halla mis venas como la levedad de una mariposa
que al tacto encuentra el néctar en el silencio de un convento.
Y sangra de la rosa la espina ponzoñosa,
del dedo el gavilán de la uña que clava en la carne
el filoso dardo de la muerte.
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(marzo 13, 2007)
© 2007 David Lago González
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