domingo, 27 de julio de 2008

Los versos en mi boca


(C) Katarina Vavrova.
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Los versos en mi boca
guardan los nombres indelebles de la risa.
En secreto asoman por las comisuras
y se confunden entre ellos, adulterando la historia
de qué sirvió para la ocasión de su descubrimiento.
Unos vinieron de fuera, prendidos a otros labios;
otros nacieron en el silencio de esos enormes ruidos,
atronadores presagios de un mundo por terminar.
Y todos brotaron y cayeron como el propio mundo,
con la indeferencia debida,
y con la leve y plácida sombra de la satisfacción.



(C) 2008, David Lago González
(Madrid, 25 de julio de 2008)

sábado, 19 de julio de 2008

Trespassing Hell 1, 2 y 3 (David Lago González, 2007)



Trespassing Hell 4, 5 y 6 (David Lago González, 2007)



Trespassing Hell 7, 8 y 9 (David Lago González, 2007)



Cuando todos queríamos ser franceses

La vielle Damme indigne



para Marisol,
por su amistad con la vieja dama indigna

a Mila


Silvie entierra a su hombre en silencio.
Reparte la herencia entre sus hijos. Cumple las normas de Dios y de la vieja dama.
Luego queda sola. Descubre la oscura armonía de sí misma en la sala de un cine.
Toma un coche de caballo y pasea por París, o por alguna ciudad francesa cruzada por un río, atravesando a su vez riadas de coches con caballos dentro que la miran preguntándose.
Entabla amistad con una chica de vida alegre y un grupo de bohemios, que la invitan a sus cenas y sus sobremesas, sus vinos y su vida disipada.
Ríe, recuerdo que ríe. Ríe, y decide.
Vende sus pocos bienes; sus hijos se alarman, se escandalizan, la increpan en nombre del padre. Silvie se indigna, y con el dinero de su venta compra un pequeño Renault para ella y sus nuevos amigos, para su nueva vida, y con su amiga de vida alegre marcha en busca de la alegría del mar que nunca ha visto.
Muere, se sobreentiende, creo que una vez cumplido su sueño indigno.
Y Jean Ferrat musita a cada rato la más hermosa canción que le he escuchado.

Faut-il pleurer, faut-il en rire
Fait-elle envie ou bien pitié
Je n'ai pas le cœur à le dire
On ne voit pas le temps passer

―cierra el estribillo―.

-o-

Yo he visto otra historia de indignación.
De escolar pasa a cocinera. De cocinera a hija enfermera. De hija a tía de sobrinos huérfanos y otros llegados con apresuramiento. De tía a modista. De modista a esposa; mientras su marido tala el bosque, ella acomete la diligencia social, visita los bancos, los funcionarios de Hacienda. De esposa a madre. Descubre la comodidad de vestir un pantalón y lo sustituye por la falda.
Con sus manos sostiene la cabeza de la muerte, viste con el mejor de sus trajes su cuerpo, y se avergüenza ante el asombro de no poder llorar nunca aquella despedida.
Cambia su país por otro. Toma el sol de invierno sentada en los parques. Pasa las mañanas hablando con un hombre que sale a pasear con su perro; con una vecina que cuida un niño coincide con la inocencia. Con otra de enfrente, de la edad de su hijo, acude muy temprano a bajar el peso de los años. Luego desayunan todas juntas en un café del barrio, y se ríen.
Después enferma y muere, pero decide cuándo: ¡ya se ha indignado tanto!

Y toda la noche he tenido en la cabeza esa vieja melodía.

Faut-il pleurer, faut-il en rire
Fait-elle envie ou bien pitié
Je n'ai pas le cœur à le dire
On ne voit pas le temps passer

―cierra el estribillo―.


(Madrid, 24 de febrero del 2001)






Baisers volés



Fina piel de cabritilla cubre sus manos sudorosas.
Trata al guante como a una margarita que deshoja.
Cada dedo es un pétalo y cada pétalo, una duda que habla y pregunta.
Toda su mano es una flor que tirita.
Más que con amabilidad,
le tratan como con una condescendencia exasperante y cruel
que contiene malamente en sus mofletes una carcajada.
Es otoño en París, triste hoja en la que se precipita el amor,
o algo parecido, o una mano simplemente imaginada
con fuerza insuficiente para impedir que la hoja se precipite
a la suciedad de las aceras que indiferentes van a lo suyo.
La hoja muerta
finalmente alcanza su destino: el pardo líquido que corre por las acequias.
Larguirucha la figura, recuerda a aquel que luchó contra los molinos.
Sus guantes los coloca sobre el bureau con exquisita delicadeza.
Pero no se deshace del paraguas minuciosamente cerrado
que casi se ha convertido en un estilete.
¡Ha desaparecido! ¡Así, sin más!
Sin una pelea, sin una nota, sin un adiós.
¡Si al menos hubiera dado un portazo al bajar las escaleras!
Pero nada. Y es exasperante no saber en qué ha fallado.
Encomienda al detective que le siga; sólo que le siga,
sabe que ya no vale la pena acercarse,
sabe que ya no vale la pena estar allí
frente a aquellos que ocultan malamente su burla,
sabe que aquel paraguas en el que se apoya aun estando sentado
es más respetuoso con él que la propia vida,
sabe que no hay nada más patético que el corazón de una margarita deshojada.
Su despedida es un exabrupto ante la conciencia de su lamentable sentimiento.

Paga por adelantado.
Sobre la madera reluciente del bureau se quedan los guantes
intentando olvidar las ridículas y temblorosas manos que les llenaban.


(Madrid, 10 de marzo de 2002)







Au pan coupé



a Raúl Parrado


La arista del triángulo desconoce el secreto.
Corta el pan y deja el cuchillo a un lado.
El mantel a cuadros rojos y blancos cubre la mesa del rincón
tras la puerta, los vasos boca abajo, todo limpio y humilde,
pero con una cierta gracia rozando el encanto.
Es una época enloquecida, en que se habla atropelladamente
quizás para sustituir con palabras la ausencia de nada relevante.
Pero esa nada es un todo. Tal vez es que nada es significativo.
Corta otro trozo de pan, y sigue la vida.
Lo relevante y significativo ocurre dentro de nosotros.


(Madrid, 10 de marzo de 2002)






Vivre sa vie



¿Se escoge o no se escoge?
Salvo los bohemios, nadie elige la miseria.
Muros de ladrillos desconchados, policías chulampines.
Correr bajo una lluvia inoportuna,
soportar el peso de la nieve en la madrugada desértica.
Un coche que se detiene, la cintura se arquea.
Enciendes el cigarrillo cuando aquel cuerpo te enhebra.
La jofaina para limpiarte la porquería.
Luego cenas con alguna compañera en un chino de mala muerte.
Y de nuevo apóyate contra el muro de ladrillos desconchados,
policías arrogantes, lluvia, nieve de plomo, coches, rostros,
cuerpos, sábanas, baboso olor del semen que no se quiere.


(Madrid, 5 de abril de 2002)





(C) David Lago González

miércoles, 16 de julio de 2008

Protocolo



 
Dame una razón para vivir
y yo te diré que mi cuerpo ya no es mío.
Dame una razón para abrazarte
y yo te diré que no importa que la ciencia yerre en mí
mientras otra alma se superpone a la mía
a la espera de que alguien desconocido
descubra otra razón para abrazarte.  Otro motivo que ignoro.
Y nada grandioso yace entre las cláusulas de este protocolo.
Puro egoísmo del que día a día muere.
 
©2001, David Lago González
(Madrid, 12 de julio de 2001)

lunes, 14 de julio de 2008

Fat City (John Huston)


Come on lay down by my side
'til the early morning light.
All I'm takin' is your time:
help me make it through the night.


Kriss Kristofferson


a Mariano, que me devolvió la locura de una noche



Ciudad dorada.
Muchas noches crecidas por años en las que no pisaba tus calles.
La opacidad de tu luz
sólo quebrada por la irrupción violenta de la llamada de los bares.
Tu verdadero nombre es Stuckton, en alguna parte de América del Norte,
pero Stuckton es un pueblo universal y muchos lo llevamos escondido
en alguna parte de nuestro pecho: nuestra América del Norte profunda y sin remedio.
He visto muchas Susan Tyrrell jugando el papel de Oma;
he visto muchos Stacy Keach que una vez prometieron ser algo,
y hoy se han convertido en fracasados Billy Tury
golpeando moribundos que orinan sangre en pútridos camerinos.
He visto muchos Jeff Bridges
intentando ser los hermosos Earnie con un futuro por delante.
"¿En qué momento se jodió el Perú?" ―se preguntó Varguitas en La Catedral―.
¿En qué minuto se nos metió Stuckton en el corazón?
¿O estaba allí desde siempre, esperando un desliz para aparecer?
Miserable pueblo omnipresente: lo mismo es una ciudad,
un cuartucho, una mansión, una isla; un hombre.
Stuckton es como el reverso de Dios.
Cines pornográficos; pensiones de mil pesetas;
culos de pomarrosa que hieden como el agua cortada;
falos que de pronto nos devuelven a la realidad de una raya excesivamente adulterada;
pezones olorosos a polvos de talco, recién duchados,
y sin embargo agriados por la cercanía de una axila de la España honda.
Stuckton de la sangre.
Stuckton de la leche ácida.
Stuckton de lo tardío, de lo ido y nunca venido, de lo esperado en vano.
Stuckton de lo errado.
Maldita ciudad dorada de nuestros ojos.
La guerra ha terminado, Billy Tury: puedes golpear al adversario.
La guerra ha terminado, Oma: puedes apagar el cigarrillo
y beber un sorbo del bourbon.
La guerra ha terminado, Earnie: el futuro tal vez puede ser tuyo.
Pero aunque ya no hay necesidad de refugios, todos bajamos a Stuckton:
llámese ginebra, azúcar moreno, coito repetido hasta el hastío; llámese poesía.
Llámesele con el seudónimo de nuestros nombres.
Mariano baja a Stuckton cada noche en su rojo coche maloliente
que pronto le llevará a la muerte a la salida de un garito de nuestro barrio,
camino de Las Cárcavas, entre los fantasmas que penden del abismo,
y veremos el amanecer sobre la Casa de Campo rivalizar contra los rostros
que intentan desvelar el vaho de los cristales
y se retiran asustados cuando golpeo su aliento.
Mariano ríe en Stuckton con los labios infantiles que tal vez nunca tuvo
y a los diez minutos dice que me ama
sólo porque perdido en su ebriedad descifro sus palabras;
luego duerme sobre mi pecho su soledad insaciable, en Stuckton,
rojo coche aromatizado por el whisky, axilas de Las Hurdes recónditas de Buñuel
que sudan leche de cabra salvaje y pomarrosas del amor ausente.
La guerra ha terminado, Mariano, y el sol se alza sobre los árboles,
en Stuckton:
estado de nuestros pechos,
pueblo de nuestros fracasos,
ciudad de nuestras mentiras.
Ah, si pudiéramos pasar flotando sobre este ardiente pavimento...

En un bar, "The look of love" se alza también con suave voz de mujer;
y es una hermosa canción; tal vez la más hermosa canción de todos los tiempos.
Quizás, es lo único dorado que debemos conservar para mañana.


(Madrid, 17 de agosto de 1999)

©1999, David Lago González

El cielo de China


Desde la milenaria China viajó a las Indias Occidentales hasta recalar en un pueblo azucarero de la mayor de Las Antillas, amontonada en el almacén de Jacob, un judío polaco que supo salvar cuerpo y alma antes de que las chimeneas de Auschwitz tuvieran la oportunidad de convertirlos en cenizas. Allí la descubrió ella en 1945.
Azul y blanca como el cielo; ligera y suave como un copo de lana; y, sin embargo, fuerte y segura, como la intención que se deposita en hacer del amor algo perdurable.
Desde entonces ocupó el mismo espacio dentro del armario, intacta y virgen como el primer día que la vio en el almacén de Jacob.
No participó en el Gran Salto Hacia Delante, ni en la Revolución Cultural, ni supo de Mao Ze Tung mucho más de lo que oyó sobre la Banda de los Cuatro.
Pero silenciosa vio pasar las riberas de otra vida: vio nacer el hijo; vio la riqueza y la miseria; y asistió a la muerte del esposo tendido sobre la cama con el mejor de sus antiguos trajes mientras esperaba aquel forense que se jugó a los chinos la molestia de abandonar su tranquila guardia nocturna por la aburrida rutina de expedir el certificado de la partida.

Casi cuarenta años después de nuevo emprendió viaje, otra vez al Viejo Mundo, pero a la esquina opuesta de donde había nacido. Le tocó entonces cumplir con el deber para el que había sido hecha: proteger del frío peninsular el cuerpo de aquella mujer que al tendero Jacob la había comprado.
Cuando ella murió, fue el cuerpo del niño, ya entonces casi tan viejo como ella, el que tuvo que cubrir, en noches solitarias o de compañía.
Cincuenta y cinco años después, la textura de su lana, el azul y el blanco de aquel cielo se han hecho menos compactos: clarean ambos cuerpos como cuando el amanecer se va abriendo lentamente sobre la noche. Sin embargo, hoy por hoy, ella sola se basta para dar calor a los grados bajo cero del invierno madrileño, y no es menester edredones ni mantas de pelo de camello ni radiadores, ni cuerpos terrestres capaces de proporcionar mayor sosiego.
Hay noches en que verdaderamente me pregunto, un tanto extrañado, si todo se debe nada más a la calidad de las ovejas trasquiladas o si son aquellos que me han querido los que tan livianamente se echan sobre mi piel y cubren las estrellas.


(Madrid, 13 de Enero del 2000)

©2000, David Lago González

domingo, 13 de julio de 2008

Minnie Ripperton





Una gata blanca ha escogido mi casa como refugio del verano abandonado
y la prepara sigilosamente como tibia estufa del invierno inminente.
Una gata blanca me ha aceptado para que la alimente;
ha visto en mí la expresión apropiada de la tontería que me torna vulnerable;
se ha dado cuenta de que en ciertas horas, que se hacen largas y tristes,
siento con callada y sufrida urgencia la necesidad de alguien.
No he sido yo quien la ha aceptado ni quien le ha brindado mi casa:
ella entra y sale cuando quiere como si me la hubiese decomisado,
y se restriega contra mis piernas, simula una carita de gata de María Ramos;
salta a mi pecho como un amante mimoso, todo
para hacerme creer que hay un intercambio de afectos
y no una mera demarcación de su territorio
impregnando su olor en cada rincón de mi casa y mi cuerpo.
Su nombre es Minnie Ripperton, como el de la cantante con voz de ruiseñor.
Algunas noches se cuela en mi cama y reposa tranquila a mi lado,
sin apenas molestarme.
Pero otras veces tiene una extraña manera de llamar la atención:
insiste en acercarse a mi boca como si pretendiese besarme.
He pensado que era una suerte de zoofilia a la inversa,
algún mal hábito heredado de alguna otra víctima, y no hay maneras de protegerme:
de nada vale que me cubra con la sábana, que le ponga peor cara de la que ya tengo,
que le hable con pretendida energía, como un padre severo;
ella sabe que no lo soy y se burla calladamente,
aunque he de reconocer que ha perfeccionado la astuta simulación de una caricia
que casi creo humana cuando con su garra izquierda,
férreamente cerrada para no herirme, la desliza por mi mejilla
como si supiera con cuánta necesidad preciso de ese roce tan suave y ligero.
Desgraciadamente, me he dado cuenta del engaño,
y después de varias noches de interrumpido sueño,
ante la insistencia de la supuesta caricia,
he adivinado que sólo era una estratagema para hacerme levantar
y hacerle saciar su hambre nocturna,
puramente animal,
puramente interesada,
puramente humana.


Luego de comer, ni siquiera se ha echado a mi lado.
Y yo me he percatado, entonces, a los cuarenta y ocho años,
acostado en medio de la cama,
de la terrible y patética soledad que siente un hombre
cuando le falta alguien que abra su mano, o la cierre,
y en la oscuridad de la noche la haga deslizar por su mejilla
como la garra de un gato.


(Madrid, 13 de septiembre de 1998)
(C)1998, David Lago González

sábado, 12 de julio de 2008

El soldado




Nada tan inútil como morir por un país.
Nada tan estúpido como perder la vida por un rey.
Nada tan falaz como dar la sangre defendiendo una raza.
Nada tan oscuro como matar en el nombre de un dios.
Nada tan absurdo como obcecarse con una idea.

Porque un país
es uno de esos trozos de tierra que nunca llegan a ser nuestros
y del que pueden arrojarnos cuando menos lo pensamos.
Porque para el rey siempre seremos sus vasallos, siervos
sólo apreciados por el monto del tributo que pagamos,
y cuando mejor considerados, criados de su palacio.
Porque de la raza somos un jirón, pestaña de piel indeleble
que no nos roza el alma.
Porque un dios
es una oscura y profundísima idea que llevamos dentro cada cual
y que nunca llegamos a vislumbrar con total claridad.
Porque una idea,
seguramente,
no será mañana lo que fue ayer,

ni siquiera lo que hoy pensamos que es.

(Madrid, 6 de junio de 1999)
(C) David Lago González, 1999.

Rosebud



La mano se abrió y la esfera de cristal rodó
hasta abalanzarse contra el borde de nuestros ojos.
Los labios, semiocultos por el espeso bigote,
balbucearon con voz cavernosa:


"rosebud..."




Y se hizo la luz ante nuestra mirada,
como en el primer día de La Creación.
La luz de la nieve blanca.


Y medio sepultado por los copos que continuaban cayendo,
como los años sobre la vida de un hombre,
el trineo de la infancia
asomaba entre el resplandor deslumbrante de la continuación,
que son los años acumulados sobre la vida de un hombre.


Allí quedó: cegada y transparente la rosa incipiente,


hasta que el puño relajó su fuerza para siempre a la flacidez
y por última vez los labios la invocaron en la oscura soledad de Xanadú,

en donde solitaria se abrió,

y en un pestañazo cerró sus pétalos: minuto fugaz
en que su suave textura se hizo mármol,
―ay, se hizo mármol.


(Madrid, 18 de abril de 1998.)
(C) David Lago González, 1998

Padre




La tierra es lo único que no pueden llevarse, dijo.
La tierra, el monte,
es como una mancha de sangre sobre una camisa blanca.
Mírala desde el cielo, como si fueras un pájaro:
ahí abajo está, inamovible, esperando los portentos.

Soñó otra vez con un nuevo motivo:
bordaría su derrota, derrocharía su talento;
y rápidamente empezó a llenar de trazos el papel
como un niño que dibuja el descubrimiento de sí mismo.
Aquí la luna, aquí va la puerta y el camino;
aquí el sol, por aquí andan los pastos;
allá está el arroyo, más allá la nueva casa del mayoral.
¡Por aquí y por allá voy yo,
de nuevo como un muchacho sobre su caballo!

El entusiasmo de convertir las hierbas
en espigas de oro que lo mudaran
en un arriesgado hacedor de milagros.

La tierra es lo único que no pueden llevarse, dijo.
Y se adormeció en la ebriedad de la pangola,
a la sombra dulce de los pesados mangos
que caían tan fácilmente como hojas de otoño
en Freituxe, hace cien años ya de eso.

(Madrid, 2 de junio de 2006)
©2006, David Lago González