sábado, 28 de febrero de 2009

LECTURAS FUNDAMENTALES

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EL MUNDO DE AYER, de Stefan Zweig.

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Lecturas terribles. Lecturas esenciales. Lecturas definitivas. Los nombres que se les podrían dar son muchos, pero en todos abunda sobradamente la rotundidad del hecho de que, en cualquier medida que sea, en quienes las consideramos así cambia algo en nuestro interior después de haberlas conocido.

Nunca más la he vuelto a leer. La autobiografía de Stefan Zweig cambió ciertos rumbos en mis pensamientos, no recuerdo si en los late ‘60’s o muy a principios de los 70. Como en el caso de La Montaña Mágica de Thomas Mann, amplió enormemente el horizonte de comprensión del ser humano y del propio mundo. Y a pesar de lo tremendo de todo cuanto se dice en ella, dejó en mí sed y voracidad por saciar más y más la visión de aquel mundo que su autor nos brindaba con tanto dolor. No hay nada como vivir con intensidad desenfrenada y carnal toda la profundidad humana. Dar y percibir todo en cada gesto propio y ajeno no es una opción ni una elección política, social o vitalmente correcta o incorrecta, sino la manifestación de una naturalidad que no todos poseen ni todos son capaces de recibir. Hay algo suicida en este acto; indudablemente los que así piensan y actúan no van a contribuir con su longevidad a sostener las columnas de ninguna academia: para eso hay otras personas que no son menos importantes, pero no podemos aspirar a escribir un poema y al mismo tiempo fabricarnos los zapatos.

La edición cubana de ese libro —creo que de la editorial Huracán, aquella que, al leer sus libros, nos iba dejando la página leída en la mano— “la perdí” en Cuba. Es quizás de esas pocas cosas que lamento haber dejado, pues verdaderamente lo de “perder” es un poco exagerado ya que se suponía que un libro tan conocido podría conseguirlo fácilmente del lado de acá. Pero una vez acá no me fue fácil porque ya a nadie le interesaba leer a Stefan Zweig. Fue gracias a un cliente de un restaurante donde trabajé durante varios años y con quien establecí una espontánea amistad durante años (él también era tan contradictorio como siempre lo he sido yo), que pude recuperar la autobiografía del austriaco y un día se me apareció al comedor con la sorpresa del regalo. Siempre le estaré agradecido: algunos coleccionan esmeraldas, yo colecciono sufridores que me ayudan a sufrir de mejor manera y a tornar el dolor en conocimiento.

Para Carlos Victoria también su lectura representó mucho, en aquel primer momento en que con algún desfase coincidimos en su conocimiento. Pero mucho más años después. Esto quizás no lo sepan muchos, tal vez Nikitín, Emilia, Rafael, no sé si Elio. Durante aquella etapa febril —¡cómo iba a ser de otra manera!— de los viajes de La Comunidad y de los gusanos devenidos en mariposas (continuación en el tiempo de los venceremos, los areitos, las personalidades representativas de la comunidad cubana en el exterior —en que tanto tendría que ver el felizmente difunto Jesús Díaz— y que terminaría, como todos sabemos, en la toma de la embajada del Perú y en el éxodo del Mariel (no hay nada nuevo bajo el sol, como nada espontáneo bajo la revolución), volvió a Jayamá una tía suya que vivía en OpaLocka. A su regreso a los Estados Unidos comenzó a hacer gestiones para, mediante la Cruz Roja internacional, sacar de Cuba a su hermana y a su sobrino. Era un tiempo muy raro para nosotros los que nos considerábamos un poquito inteligentes y sensibles, veíamos el desastre de la falsa reunificación y danzábamos enloquecidamente encima de una cresta de inconciencia y casi cretinidad. En realidad nadie pensaba en salir en aquel momento, y mucho menos nosotros que valorábamos en lo que nos habíamos convertido ambas mitades. Pero, en fin, las gestiones de su tía comenzaron a dar frutos, y Carlos y Estrella estaban en la vía posible de obtener resultados migratorios. Y entre tanta confusión, Carlos volvió a leer “El Mundo de Ayer”. Después fue a la Oficina de Emigración y renunció a la salida suya y de su madre.

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© 2009 David Lago González

Stefan Zweig's Official Site - http://www.stefanzweig.org/

jueves, 19 de febrero de 2009

Ma vie

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Ma vie” fue una tierna balada francesa allá por los primeros 60,

pero en eso quedó, miles de melodías la han sepultado en el silencio

y algún lejano recuerdo que súbitamente remonta las colinas de la memoria

la devuelve a la boca alguna vez, como un beso de juventud.

Mas eso nunca fue tu vida.

Tu vida es la dura realidad de la roca, el abrasante choque del viento,

la brisa espeluznantemente suave y perfumada que cruza una isla delgada,

un beso de los buenos o un buen beso, el mantel bien puesto,

el amor, el disgusto, el pánico, la tortura del miedo, la costumbre de mirar atrás

y bajar la voz, el garrote vil de imponerme otra vida que ni siquiera quiero morir.

Y es lo que has salvado de todo eso y lo que no has podido evitar.

Tu impotencia es sentir terror y quedarte mudo ante un simple funcionario.

Pero tu vida no es de otros su utopía ni sus sueños de juventud,

ni una camiseta roja, ni la eterna comparación con la desgracia ajena,

y mucho menos una taza de café, un maldito cigarrillo, un limonetto.

Es hora de que esos otros admitan ya

que ciertas zonas bajas de sus cuerpos se han cubierto de gris,

sed sinceros, os equivocasteis. ¿Qué le vais a hacer? Tampoco es el fin del mundo.

Cuando miréis al espejo, daos cuenta que el cuerpo no es una utopía

sino una realidad, y que la tuya no tiene por qué ser menos que la vuestra.

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(Madrid, 28 de mayo de 2003)

© 2003 David Lago González

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miércoles, 18 de febrero de 2009

El inventario

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Cuando llegaron al recuento de la cristalería y la porcelana, uno de los militares, apartando su vista de la vitrina, le dijo: “Ahora va a tardar mucho tiempo en volver a reunir las copitas, Vieja...” (La palabra “señora” estaba prohibida, y la mujer no era merecedora de ser llamada “compañera”.)

Ella guardó silencio, un silencio tenso y pesado, como calima que se nos echa encima sin que podamos hallar cobijo suficiente, y al cabo de unos segundos, contados por la rabia contenida o por una indiferencia muy lejana, miró a los ojos del hombre, sostuvo ambas miradas ―la del militar y la suya propia― y le contestó:

“Cuando una es pobre antes y luego adquiere cosas, esas cosas las guarda en una vitrina y de vez en cuando las mira. Nunca las cuenta, como hacen ustedes ahora. Ya no tienen importancia. De cualquier forma, de haberlas utilizado habría bebido en ellas algún licor fino, propio de mujeres --un poquito de ‘creme de vie’, por ejemplo, que hace mi hermana Bertha, muy buena, por cierto--. Usted, en cambio, las habría llenado de aguardiente de caña o de esos rones que la gente llama “matarratas”. Y en esa diferencia del contenido de las copitas existe también otra diferencia que creo que se llama <vulgaridad>. Eso es lo que nos separa a usted y a mí y esa es la razón por la que abandono su país y regreso al mío, que está aquí, guardado en mi cabecita... de vieja.”

―Y llevándose el índice a la sien la tocó con dos sutiles golpecitos, con los que dio por concluidos los comentarios sobre algo tan poco importante como un juego de copas, que para colmo de la gratuidad, ya llevaba años incompleto.

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(Madrid, 20 de Marzo del 2000)

© 2000 David Lago González

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lunes, 16 de febrero de 2009

MOLESKINE (7)

La familia y el circo

cap En diciembre pasado, de pronto yo heredé una familia. Cayó del cielo, sobre Barajas, y yo participé del re-encuentro (gracias a Dios, NO “de la cultura cubana”) discretamente, aunque para satisfacción personal he contribuido inicialmente a él de una forma sólida y continuada, incluso en contra de la lógica de otros amigos que me veían peligrar por consecuencias asociadas. La gente puede pensar que yo voy a estos reencuentros y recibimientos con gran alegría, al menos con la alegría de personas que no están aquejadas de separaciones colaterales, pero ello no es cierto. Soy una persona seriamente enferma; quizás siempre lo fui pero ahora soy mucho más sabedor de ello. Digamos que el muerto que llegó en el año 82 del siglo pasado a ese mismo aeropuerto no es el mismo de ahora y que ahora estoy ya absoluta y terminantemente convencido de que no podría volver a vivir otra vez con la responsabilidad y la alegría que puse entonces en cada gesto.

De forma que, con todas sus satisfacciones y consecuencias, en el testamento vital del paso de la vida me venía asignada una familia. Casi numerosa. Marido, mujer y dos niños, y aún falta una perrita que volará —si Dios lo quiere— en el próximo mes de marzo. ¿Adivinará la perrita quién es “el tío David”? Bien, el caso es que, pasadas las fiestas navideñas, de vuelta de otras reuniones en torno a la mesa del manjar, esa terrible e intransferible sensación de infinito cansancio se hacía palpable una y otra vez al regresar a casa. A veces podía remediarla el sueño de una noche (aunque no fuera “de verano”), otras necesitaba también el día siguiente, y el otro, para reponerme. Pero para reponerme de qué.

Pues, simple y llanamente, del desarraigo.

El desarraigo conduce al extrañamiento. En teatro existía aquello de “extrañamiento brechtiano” que en un momento de mi vida, y de ciertas vidas, estuvo muy de actualidad (y no pluralizo del todo la experiencia porque, como otras, siempre es factible la negación de la existencia que uno ha conocido y —valga la redundancia— vivido, y ante argumentos de esa índole sólo cabe el suicidio o el homicidio). El “momento extrañamiento” se produce cuando yo salgo del cuerpo donde habito —no, no es el argumento de la transexualidad— y me sitúo a un lado, o en una esquinita, observando la escena de la cual formo parte. Situación onírica y metafísica en que uno se volatiliza y es capaz al mismo tiempo de participar y enjuiciar o valorar o comparar, o sea, en fin, pensar un poco. Eso me pasa también en las manifestaciones políticas: dentro de la muchedumbre nunca puedo abstraerme de que, por encima de todo, soy un individuo. Creo que verdaderamente es más bien una especie de maldición.

Eso me sucede también en el circo. En el circo, ése, de toda la vida (independientemente de las aportaciones de la época). Y he aquí donde se unen las dos cosas: ayer tarde mi familia me llevó al circo. No logré sobornar a ninguno con anterioridad y fui conducido hacia las carpas bajo la más absoluta ignorancia. No recuerdo qué clase de público acudió a la ocasión en que pude ver el Ringling Brothers Circus en Camagüey en la década de 1950 y la única imagen que guardo de ello es que, para gran regocijo infantil, un paquidermo defecó sobre la arena, pero por lo general a los circos siempre va lo que por entonces en Cuba llamábamos “gente de reparto”, que no se refería a que estuvieran compitiendo en un casting sino que “el reparto” era siempre “el barrio” utilizado en un sentido marginal. La noche de anoche no fue una excepción.

Al circo me llevaba mi padre. Mi madre hizo una única excepción, y ya podréis adivinar en qué ocasión. Y mi padre creía que a mí me gustaba el circo. Es una idea bastante generalizada asociar circo con infancia, pero, aunque nunca se lo dije, la verdad es que yo detestaba la tramoya. Tal vez influyó algo el tener acceso cada domingo matinal al horripilante Circo de Valencia en la televisión, con la también horrible familia Aragón que capitalizaba toda la elementalidad del payaso. No sé. Lo cierto es que mi padre se deshacía en reclamos de atención que yo no podía comprender, y mi apatía (que largamente me ha acompañado en las buenas y las malas y tantas consecuencias ha tenido en ese algo llamado porvenir que se suponía que yo tenía) provocaba en su semblante una mezcla de impaciencia y perplejidad, que, tal vez era la sombra adelantada de una pregunta que no quería realizarse: “¿por qué tengo yo un hijo tan raro?” Una tarde, en la Plaza de Villa Mariana, ya él cayó en franca desesperación cuando después de una de las actuaciones de los payasos, yo estallé en sollozos cada más vergonzantes (para él), y no sin cierta rabia me arrastró al exterior de la mano. Es que los payasos siempre me han parecido muy tristes y nunca he podido comprender de qué se ríe la gente.

En Brasil están prohibidos los animales dentro de los circos. En un país donde a diario se matan entre sí miles de personas, la humillación animal es punible. Si en diferentes ocasiones políticas, colectivas o individuales, el individuo es sistemáticamente humillado hasta hacer de él una piltrafa, en los circos del mundo los animales son degradados a una cruel elementalidad humana. Quécirco_dancing-bear tristes, sobre todo, los osos, haciendo de porteros de football; el contoneo de caderas de una rumbera; el movimiento de hombros de una zíngara; y el más grande de todos corriendo en las dos patas traseras, lo que los deja con un culo bajo que casi arrastran por la arena, y una especie de malla que le colocan en todo el hocico hasta el collar que les aprieta el cuello y se lo estira a la manera de alguna tribu africana, rematado todo ello con el caramelito que le dan al final como premio. Qué descafeínado un posible león albino, tal vez tratado con algún decolorante para lograr la evocación, evocación de la sábana salvaje en más de tres tristes tigres y leonas que parecían moverse en cámara lenta. Qué humillante la cabeza gacha de los elefantes, cuánta pena en esos rostros.

El único animal al que me pareció ver sacar dignidad de su cautiverio fue el caballo. Sabía tornar la doma en maestría, como diciendo “yo te doy arte a cambio de lo que tú, hombre, crees que es espectáculo”, “yo, estúpido, te enseño a ser digno, te digo cómo ser Un Hombre.”

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© 2009 David Lago González

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lunes, 9 de febrero de 2009

La lunga notte del '43

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a la memoria de Olga Andreu

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Amplio bar de copas misteriosas del Havana Riviera.

La gente se mueve con el mismo sigilo del Tom Collins en el paladar:

de un lado a otro de la boca, silenciosamente, antes de seguir camino abajo.

Creo estar en el Casino de Estoril, entre Heddy Lamar y Erich von Stroheim

con el monóculo empañado por el humo del tabaco barato.

Los funcionarios de la Sécurité intentan demostrar indiferencia.

Las sutiles caza-foráneos intentan demostrar indiferencia. Los sutiles hombres

se soban disimuladamente los genitales e intentan demostrar indiferencia.

Los barmen ―aún se respira cierta brisa hollywoodense―

batuquean con cierta indiferencia sus cocteleras de Tom Collins y Alexander's

(no están de moda vulgaridades nacionales como mojitos y daiquirís

―al menos todavía, gracias a Dios―).

El aire refrigerado nos compensa de la pastosidad aplastante de la noche tropical

cuando salgamos de este bar de tráfico de miradas.

Enrique nos presenta y se va con un hombre sutil,

que intenta demostrar indiferencia ante un one night stand derrochado.

Y quedamos la mujer y yo, junto a Tommy y Alexander,

rodeados por toda la aparente indiferencia de la multitud

y nuestra propia apatía, nuestro inagotable cansancio.

Apenas hablamos: ¿respetamos nuestros cotos de silencio

o no tenemos nada que decirnos?

Alexander y Tom se escurren y nadie lo nota. También lo hacemos nosotros.

La acompaño a su casa: la noche siempre es peligrosa

y hay negros, a los que se culpa de todo

(la Isla es ancestralmente racista y todo lo que en su contra se diga es mentira).

A la puerta de su casa me invita a subir.

Bebemos alcohol del proletariado.

Nos sentamos frente al televisor soviético, con nuestros vasos sin hielo,

sin intentar demostrar la indiferencia que nos ha producido la vida.

Y es la larga noche del 43 la que retorna desde Italia

hasta la noche sofocante: el miedo, las delaciones, il facsio,

las huidas, los paredones, los fusiles, la sangre,

y alguna sonrisa. ¡Cuántas coincidencias solapadas!

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Encima del televisor, una pequeña ventana rectangular,

por la que difícilmente podría deslizarse una persona.

Siempre me he preguntado

si esa abertura fue la escogida por la muerte

para llevarte a su morada.

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(Madrid, 2 de Julio de 1999)

© 1999 David Lago González

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Jorge Luis Borges

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He cometido el peor de los pecados

que un hombre puede cometer. No he sido

feliz. Que los glaciares del olvido

me arrastren y me pierdan, despiadados.

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Jorge Luis Borges

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a su madre, Dña. Leonor de Acevedo

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De oficio, sus ojos.

De vocación, la luz de las tinieblas

y la adivinanza con que vislumbra el cierre de una historia.

Y del deseo de su hijo, la pesadumbre de no haber podido ser más feliz

para contentarla más a ella, todo lo más posible

en esa breve estancia sobre el valle de los mortales.

De esperanza, el encuentro con los amados

en esa ignota y vasta tierra llamada "muerte".

El verso queda sólo para Matilde Ulbarch:

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ser el hombre en cuyo amor desfallecía,

ser la tiniebla de la luz en un atardecer de Ginebra:

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una difusa sombra amarilla que borra los rojos y los negros.

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(Madrid, 4 de septiembre de 1999)

© 1999 David Lago González

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Knut Hamsun (Hambre)

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No eres perfecto: eres un inútil.

Escribes una línea,

y sin embargo no eres capaz de colocar el botón que falta a tu pantalón.

Una palabra te ilumina como el dedo de Dios,

pero no sabes partir la leña para el hogar

y ese pulgar divino no es suficiente para no hacerte morir de frío.

Miras a través de la cerradura cómo un hombre y una mujer se refocilan,

pero no ves en el espejo ni una sola figura amable para acompañar tu soledad.

Por unas monedas acarreas carbón

y te inflama el calor de la estufa del sótano:

tu cara enrojecida parece la de un borracho

con la lucidez suficiente para almacenar palabras sin futuro.

Yo he visto a un hombre, como un perro, bebiendo de un alcorque

una temprana noche de invierno de 1982 en la calle de Canarias.

Y entonces pensé en ti; y entonces pensé en mí.

Pensé que si tal vez encontramos un trozo de papel podremos escribir un verso,

pero nadie nos dará un vaso de agua por lo que hayamos escrito.

Y eso se llama ser "perfectamente inútil".

(Madrid, 23 de agosto de 1999)

(C)1999 David Lago González

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jueves, 5 de febrero de 2009

El Estado de la Nación

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España, camisa blanca de mi esperanza.

(Ana Belén)

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Los negros son felices aparcando coches alrededor de los hospitales.

Con eso tienen bastante, y mucho más que en África;

por distintas razones se convencen así

la izquierda hermosa y la derecha peleona,

y España sigue dividida en dos,

eternamente,

como los cuernos del toro: nunca será unicornio.

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Aquí todo el mundo grita, como en la televisión.

Y las casquerías proliferan más allá de las reales vísceras de los animales.

Vivimos sumergidos entre la utopía y las buenas costumbres,

y las fantasías proletarias sobre lo justo y lo injusto

se multiplican como las mariposas de un amor roto.

“Penétrame más”, dice la loca vieja sobre el camastro del hostal discreto,

“pero no intentes penetrar más allá de mi piel: es coto vedado.”

¿Escudo o carencia?

Siempre odié la caza y los cazadores,

me parece un asunto de pervertidos.

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Los cubanos --también felices, gracias--,

como niña resabiada, imitan a su madre en eso de la separación,

y Anabelle Lee, en la casa de Usher, redecora la fachada

con el dinero que ganó para devolver prestigio y honor

sin cambiar el interior: cual Lampedusa advirtió,

todo se conmociona y varía para retomar la antigua forma

que pedía a gritos el temple de un cambio,

--¿descaro o confusión?--

¡No me hables de esa mujer, atacada por la erisipela!

Mi crueldad merece peores cosas, pero no la semejanza.

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Los hijos de Ceaucescu se excitan como lobos

ante la sangre que se desliza por debajo de la puerta,

como el diezmo que el rico debe pagar por su casa retirada de la plebe;

y los indígenas se divierten emborrachándose

como en un tiempo hicieron los cherokees en sus reservas,

pero ellos no tienen esas piedras verdes con que engarzan pulseras

para los turistas de clase media.

Aquí todo el mundo dice que la cosa va mejor,

como en la televisión.

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El antiguo peón, la puta de siempre,

y la criada hincando rodilla sobre el terrazo,

comparten sitio en Buckingham Palace,

--aseguran los últimos rumores de migración--,

porque, de allende las fronteras, llegó pobre mercancía para sustituir su faena.

No me explico tal diversión de los que fueron y ahora son,

mas cierto será pues todos compensan la miseria exterior con la interior.

Atravesar Montera es como disfrutar merienda en La Granja de San Ildefonso,

una vez decapitada María Antonieta;

Goya con el pincel detenido de puro horror:

aquí todos te venden algo, como en la televisión.

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Bajo mi balcón, frente al barroco Cayetano,

dos chinas pasan el sofoco de la madrugada

hablando sobre sus maridos, creo yo,

en un metálico cantonés que hiere la noche y el sueño.

Los fardos de mercancías son los mismos que vi en Shanghai

la última vez, antes de la invasión japonesa.

Luego vienen los moros y un africano mete una bronca de cocaína

bajo mi puerta; los nacionales se hacen sombra en el zaguán

y roban agua para sus jeringas.

Alguien pasará también insignificante y sin nombre,

pero ésos, ya se sabe, no arman ruido, como en la televisión.

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Desplazando a los chaperos baratos del madroño,

en la Puerta del Sol, una banda de mariachis eleva salerosa malagueña

y con sus voces la sostiene hasta depositarla sobre el lecho del pavimento.

“Besar tus labios quisiera —besar tuuuuus labios quisiera—

y decirte niña hermosa...”

Siento de pronto nostalgia, como si yo fuera mejicano,

de tocar las cuerdas del macho guitarrón,

me confundo, me atolondro,

hasta que una luna japonesa me saca de la infancia:

“please, may you take a picture of a bright full moon in the dark?”

Reculo por Preciados dando la vuelta a obras de incalculable valor

que se eternizan hasta la reencarnación.

Cuando todo se termine, Madrid quedará preSciosa,

como decía la madre de Raúl Ibarra,

y, ¡no podía ser menos!, también la televisión.

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Pasa un cuerpo y pasa otro y pasan dos y hasta cien

“Pae, afasta de mim esse cálice!”—

y yo que creía que el espigón había muerto,

y en la tarde veraniega me presumo repentinamente vivo,

como San Isidro en el ruedo de la ida y la venida, la sangre,

la ovación del muerto ante su muerte,

la lágrima del vivo por su vida

y la sonrisa de quien se disputa el deber y la discreción.

No me explico por qué el político se obsesiona

en contemplar la luna desde el lado oscuro que nunca se ve,

como si buzeando en un galeón mohoso

fuera a encontrar la obra arquitectónica de Beluca Valdés

que nunca ni siquiera imaginó.

Y hay que pulsar el “mute” de tanto diálogo inverosímil,

inútil, demagógico y chapucero, como en la televisión.

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Ser apestado no es una profesión:

se comienza por la verdad y se termina en la oscuridad;

o en la omisión premeditada, que

del mediocre glorioso son desorden y venganza,

otra forma más de la misma expresión, pero no con dolor

sino con ignoto gozo.

Ser triste arrastra como río nutrido

y tiene su paradero lejano como el suicida:

una vez que ha tomado ese camino no le ayudes,

no te erijas en protector ni amigo, no quieras salvarle.

Además, ¿acaso sabes tú de qué suerte o peligro?

Nadie sabe cuál será el próximo programa,

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como en la televisión.

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(Madrid, 17 de junio de 2006)

© 2006 David Lago González

NUNCA HE SIDO...

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je suis transparent

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NUNCA HE SIDO OTRA COSA

que el que no existe. El otro,

que es inexplicable y no se ve,

si aceptado es Éste que la realidad conjetura

y sirve en su palma vencedora.

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© David Lago González