lunes, 25 de febrero de 2008

LA MIRADA DE ULISES, (C) David Lago González 1999





La mirada de Ulises (Theo Anghelopoulos)




No, no descubre nada. Ni siquiera quiere llegar a su destino.
Su viaje es falso. Su entusiasmo no es real, es una enfermedad
en cierta isla falsa donde el corazón no puede actuar y no sufre.
Tolera su fiebre, es más débil de lo que pensaba, su debilidad es real.
Pero hay ratos, cuando los delfines saltan con garbo buscando
ser admirados o cuando una isla de verdad asoma a lo lejos
y se deja ver, en los que se rompe su trance: recuerda
sitios y lugares donde estuvo bien. Cree en la felicidad,
cree que su fiebre puede curarse con un viaje definitivo
allí donde los corazones se reúnen y son fieles,
a través
de este océano, que separa
corazones distintos pero que siempre es el mismo, que está
en todos sitios, como la verdad y la falsedad, pero que no sufre.

Wystan Hugh Auden





1 Albania


Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises.
Quiere regresar a su Itaca
y se busca la excusa de perseguir el rastro
de unos hermanos Lumiere balcánicos
que allí pusieron movimiento a los primeros daguerrotipos de la Historia.
-Se sabe que La Historia siempre tiene varias y diferentes aristas-.
Harvey Keitel lleva traje y corbata, y es Ulises:
un Ulises de ahora, de este siglo, que es el número veinte.
En realidad, tiene varias Itacas a su espalda.
Pero primero llega a Grecia y en las calles de Atenas hay revueltas.
Los griegos protestan por el contenido de su última película
y Ulises corre peligro de ser apedreado.
-Se sabe que La Susceptibilidad tiene varias y diferentes aristas-.
Pero Ulises siente que ha perdido algo en su memoria
y quiere recorrer el periplo de vuelta hasta el punto
en donde comenzó a formarse la Nada.
Porque su vida ha devenido en un vacío, a pesar de las apariencias,
a pesar del traje y la corbata y la recomposición sucedánea de su existencia,
a pesar de que tome prestado el cuerpo de Harvey Keitel, su rostro duro
ocultando una sensibilidad que le torna demasiado vulnerable
a las sinrazones de la Nada.
La Nada la llevan unos señores de muy diversa forma,
que el mundo confunde y aclama, o condena, o mitifica, o idolatra u odia;
que unas veces son bestiales y palpables, y otras, sutiles y fantasmales.
-Se sabe que La Nada tiene varias y diferentes aristas-.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
y Ulises alquila el taxi de un griego que habla siempre, fuma,
habla y habla, haciendo más ruido que el motor de su viejo coche.
Cruzan la frontera con Albania
(y he dicho "cruzan la frontera con Albania").
Por una suerte de meseta, la nieve crece a trozos igual que la hierba marchita y el lodo.
Por una suerte de meseta, la gente pisotea esa nieve tan desvaída y pobre
como ella misma, tan triste y misérrima como las arrugas de sus rostros,
y parece dirigirse hacia alguna parte.
Toda la gente va hacia alguna parte diferente. Unos van y otros vienen.
No pasean por el campo, no admiran la naturaleza
-tan rala y poco admirable, por otra parte-, sino que van -y cuando digo "van"
quiero decir que "van", que saben a dónde se dirigen y que tienen razones para ello-.
De sus manos cuelgan bolsas, las más variadas bolsas
y las más vacías bolsas que se han visto en un país.
Albania es el país más triste del mundo.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
y en la butaca del cine siento que yo también soy Ulises.
Ahora sé que las cartas desalentadas de mis primas llegan también de Albania.
Ahora sé que las voces a través del teléfono me vienen también de Albania.
Ahora sé que las bolsas vacías en sus manos buscan carne, lechugas, leña,
algún pañuelo, algún zapato pequeño: quieren algo, y van y regresan vacías.
Y los rostros, en medio de aquel páramo, buscan comprensión.
Para ellos bastaría con un abrazo y el silencio, un silencio
más reparador que cualquier palabra.
Albania desoladora y desolada: paraje cruel y duro
que se filtra a través de los párpados cerrados, no importa cuán fuertes los cerremos.
Sólo crecen trozos de nieve entre trozos de hierba y de lodo
-y cuando digo "crecen trozos de nieve" me refiero a que esos copos no caen del cielo
sino que parecen salir del subsuelo, junto a toda la suciedad del paisaje-.
El taxi se detiene de pronto y el conductor dice "Hasta aquí llego yo".
Así, arbitrariamente.




2 Rumania


En Rumania las cosas son diferentes. En Rumania sólo se ve el pasado.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
y es apresado porque está rebuscando en el baúl del pasado,
y aunque sólo busca un celuloide desvaído de los Lumiere balcánicos
que únicamente tiene importancia para él, los guardas lo apresan
porque piensan que quiere descubrir algo más.
Los guardas no saben lo que es un celuloide desvaído, ni quiénes fueron esos hermanos,
locos, olvidados, y perdidos para, por y en el tiempo;
ellos sólo piensan que Ulises pregunta y busca y se hace molesto,
y ellos no quieren preguntas. No se puede preguntar en Rumania.
Es noche, y pasan camiones militares, como en estado de sitio.
Es noche y hace frío.
Ulises es golpeado porque hace preguntas
y sigue las huellas invisibles de los muertos.
Estos muertos ni siquiera fueron peligrosos en vida,
pero el que alguien se interese por ellos después de tanto tiempo
les aporta de pronto una peligrosidad inusual que nunca soñaron tener.
No se puede preguntar en Rumania: es pecado capital.





3 Hungría


Entre medias hay una ruta real a través de una nieve espesa.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
y escapa de los gendarmes recorriendo kilómetros de blancura silenciosa.
No sabe que va a encontrar una mujer a mitad de su camino.
Una campesina que se ha quedado sin marido: lo mataron en alguna guerra,
o alguna bala perdida que el destino depara caprichosamente.
La mujer está sola -hermosa, curtida y recia campesina-
y siente el olor del hombre en medio del bosque nevado.
Y Ulises aspira el aroma del gamo
y la viuda engaña a su muerto cubriendo el cuerpo de Ulises bajo la misma manta.
La manta es rústica, de pura lana; la hizo ella en el telar.
Aquí no hay televisión ni cine ni artilugios que desvían la atención
del mero y preocupante hecho de sobrevivir.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
y permanece montado sobre ella durante días,
mientras afuera caen copos blancos y a lo lejos se escuchan disparos.
La campesina es una sirena de tierra, una ondina, en medio del camino a Itaca.

Bajo la manta, una fiesta familiar en Budapest le devuelve la infancia.
Los nazis interrumpen la reunión y se llevan a alguien.
Cesa el piano que antes alegraba con un vals los cuerpos del recuerdo.
Los nazis prometen volver.
Sus ojos infantiles miran desde una cortina la despedida forzosa.
La guerra empieza y termina, pero en su corazón
seguirán estallando los obuses por el resto de su vida.
Los comisarios políticos, pocos años después, interrumpen otra fiesta
y se llevan a alguien, y también prometen volver.
Extrañas coincidencias acontecen en Itaca:
distintos personajes dicen lo mismo en diferentes épocas,
y la familia insiste en recomponerse a pesar de los fragmentos.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
y todos son deportados a Grecia por ser judíos,
o por esconderse detrás de una cortina roja,
o por tener un piano donde se toca un vals vienés.
Itaca, Budapest, aquello que Perse llamaba tan angustiosamente:
"¡Infancia, amor mío!", no serán recuperables
más allá de la manta de la mujer del bosque: afuera dejan de existir.
Bajo la manta, sin asomar la cabeza, junto a este olor de hembra salvaje,
sin palabras, creciéndole la barba mientras también la nieve crece fuera,
montándose sobre este cuerpo desconocido, Ulises llega a Itaca,
pero no para quedarse. Porque Itaca siempre está perdida.
Budapest nunca será la misma.





4 La mirada de Ulises


La mirada de Ulises observa cómo desmontan el pesado monolito del héroe.
Es una operación que lleva horas cuidadosas
porque a pesar de los cambios, se pretende que la piedra no se quiebre.
En el fondo persiste un cierto respeto,
que es también un respeto hacia su propio pasado,
hacia la inutilidad de los hombres que ostentan el poder a lo largo del tiempo,
hacia la ilusión y las ideas equivocadas,
hacia las consecuencias que se derivan de la sinrazón del poder.
Serían mucho más numerosas las horas empleadas en cincelarlo
-el detalle de perfilar con perfección su barbilla enfilando el futuro
costaría mucho sudor, las manos del escultor se harían más rudas seguramente-.
En el gesto adusto del héroe, en su mirada fija hacia el horizonte,
en sus pupilas de faro que guiaba los barcos a puerto, no hay nada
confundible con la tenue e indefensa sensibilidad del arte,
pero ha sido todo un arte combinar la dureza de la piedra,
la dureza del héroe
y la dureza férrea de la Idea.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises,
en el puerto, con un pie sobre el muro del malecón,
viendo cómo desmontan el pesado monolito del héroe:
lo cortan por la mitad, y con dos cuerdas de acero (una al cuello, otra al abdomen)
lo depositan sobre un trasbordador y emprende la despedida.
Nadie le dice adiós. Se marcha con más silencio con el que se levantó.
Esta vez no hay escultores; sólo obreros que hacen su trabajo,
cobran su jornada y se marchan a sus casas
o a la taberna para rociarse con un vaso de aguardiente de ciruelas.
Sobre cubierta parece como si estuviera tomando tranquilamente el sol,
aprovechando el receso de las ventiscas de invierno.
Va plácidamente, durmiendo.
Ulises le mira partir: parece meditar sobre lo vano y lo inservible
del paso del tiempo.
La tristeza supera el respeto.





5 Sarajevo


¿Quién es quién en la ciudad?
¿Los comunistas son los serbios y no quieren perder el poder?
¿Los croatas son los antiguos aliados de la svástica?
¿Los macedonios son las víctimas entre un fuego cruzado?
¿Los musulmanes quieren profesar su fe? ¿De dónde viene tanto odio?
¿Quién es quién en la ciudad? ¿Quién es el vecino, el amigo,
el enemigo? ¿Quién es el padre o la madre, los hermanos quiénes son?
¿De quién es el verdadero Dios?
Mientras el viejo héroe zarpa sobre su trasbordador, camino del polvo,
del polvo se alza una lucha feroz por ocupar el vacío.
El vacío volverá a traer el poder,
y el poder volverá a repoblar la tierra arrasada con nuevas Itacas.
Y de nuevo el tiempo transcurrirá en vano, en vano los muertos y la guerra.
Y la guerra terminará, pero en el corazón nunca se apagará el ruido de los obuses,
el boquete irremediable de tanta futilidad.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises.
Por las calles de Sarajevo esquiva las balas de los francotiradores.
Le han indicado el camino para llegar al custudio del viejo tesoro
de los Lumiere balcánicos. Todo está en ruinas,
y como una ruina más, en el sótano de una iglesia destruida,
alguien le entrega los daguerrotipos desvaídos y comprueba que ya son inservibles.
Itaca sigue durmiendo bajo la manta de la campesina.
Hay una muchacha y un muchacho, ambos enamorados:
dicen que serán felices y tendrán hijos. Eso es ilusión: ellos también perderán.
Harvey Keitel es Ulises, y es Ulises, y Ulises perdió.
Itaca sigue durmiendo bajo la manta de la campesina.

Itaca no despertará.



(Madrid, 17 de Marzo de 1998.)
(Publicado por Ediciones Timbalito, Madrid, 2000)

viernes, 15 de febrero de 2008

a message from Lynda

Today the snow is falling and I feel as though there is poetry here and it makes me think of you and how long since I have seen a new poem and I wonder how you are. I close my eyes and there you are again! My glamorous friend!(Not to worry - I know that may be all in my mind.) I am peeking through the window once more and your head is thrown back in laughter. Your wine glass lays on its side on the floor by your feet. Oh, I think it might be a wild time...

I hope you are so happy, dear!

Lynda
(New York, january 2008)

jueves, 14 de febrero de 2008

Shalom dechem!




a la memoria de Ángel del Río Hornos


sola resurgit vita
Cat Stevens



Sobre el mármol del vestíbulo reposa desde tu partida
una pequeña vasija de barro con restos de pan ácimo.
No me ha hecho más rico de lo que no era,
pero ni un solo día ha faltado el pan en casa,
por lo que ciertamente la costumbre debe tener algo de verdad
y alguna protección ofrecerá a quienes la practicamos.
Cuando paso por su lado, algunas veces me asalta la mirada el realce de tu rostro
cuando presidías la ceremonia del Pesaj en tu sagrada ciudad de Toledo.
¡Qué radiante lucías entonces bajo la kipa negra!
Tu accidente, de mi vida fue el mío;
y aunque otros cuerpos y otras almas por el camino han transitado,
y aunque otros no supieron ver ni respetar de nosotros un amor tan distinto,
hoy el espacio de tu ausencia hace lugar a mi lado, silenciosamente,
como el pan ácimo que me protege, no sólo de la pobreza,
sino también de la miseria de los hombres.
Shalom! Shalom dechem! Reposa en paz, amigo: encima de ti,
la estrella de David besa tus párpados.


(Madrid, 29 de Enero del 2000)
(C) David Lago González, 2002
(Tributos, 2003, editado por Ediciones Timbalito, Madrid 2003)

miércoles, 13 de febrero de 2008

Memorias del Este, (1999-2002), David Lago González






para Januz Kucharcsyk





El realismo socialista

Describir la vida no como era, sino como debía ser.













Estos contactos abrían en mí estratos ignorados de la conciencia, y llegaban a rozar una especie de pre-conciencia. Se trataba de una percepción distinta del mundo, en la que el hombre volaba más allá del espectro visible a lo invisible.

Nina Hagen-Thorn










Cuanto más talento tiene un escritor, más incapaz es políticamente... El escritor no es valioso sino fuera del sistema... Gozo de la amarga gloria del hombre que se lanza ciegamente hacia delante...

Boris Pilniak




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Larguera* de Vorkuta



A cada uno duele el abismo salvado.
Virgilio Piñera



Cuando Olga Petróvna Olshévskaya descendió del tren de ganado
que la condujo hasta el larguerá de Vorkutá en 1938
quedó hondamente sorprendida por la espléndida belleza de la tundra florecida.
Corría por entonces el raudo mes de junio;
luego pasarían velozmente el verano y el otoño en los meses de julio y agosto;
y finalmente el largo invierno, el infinito invierno, el infinito tiempo,
y así desde aquel día hasta ahora (sesenta años solamente).
Atrás quedaría el San Petersburgo natal: Leningrado,
Stalingrado y los mil nombres que le dio la historia del poder.
Qué más da ser llamada de una forma u otra:
la ciudad donde se nace es siempre el lugar en que se muere,
aunque nuestros cuerpos estén muy lejos de allí.
Pero Olga Petróvna vive todavía y recuerda el horizonte florido de la tundra,
y, aunque lo acallen esas flores salvajes, recordará también
las frías vetas de carbón a cientos de metros bajo tierra;
las barracas gélidas;
los suicidas oscilando de una cuerda bajo el inapreciable amanecer;
el pan de cada comida y algún sabor en su boca remotamente parecido al té,
y contará hasta dos sus hijos perdidos en la ciudad imperial.
Olga Petróvna engrosó el nutrido contingente de los fantasmas,
pero nunca nadie alzó su voz para recordar su ausencia,
nunca nadie exigió su cuerpo, nunca nadie quiso saber si vivía o ya había muerto.
El miedo silencia la desaparición de un cuerpo y su alma,
y la miserable supervivencia ―pues vida al fin― lleva a un olvido aparente
que se hace cotidiano y se torna futuro,
y cuando crece se hace demasiado tarde para recobrar.
Debo yo ser muy torpe en materia de entendimientos,
porque no comprendo por qué unas vidas valen más que otras,
por qué unos huesos relucen mejor que otros.
Debo yo ser muy torpe
porque no vislumbro la diferencia entre un rebaño de potros y un rebaño de ovejas,
si ambos animales son hermosos y ambos cumplen su cometido sobre la tierra.
Yo debo estar equivocado, seguramente: lo de Olga Petróvna sucedió hace tanto tiempo
que ella misma prefiere irse al otro mundo
reteniendo solamente la bella imagen de la tundra
cuando florece en el raudo, veloz y cruel suspiro de un junio
que se vuelve destino,
sol,
sepultura,
silencio y risa
de una vida que ni siquiera quisieron eliminar,
sino únicamente acallar.

Únicamente acallar.


(Madrid, 19 de abril de 1999)







*En ruso: campo de concentración





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Taki pejzaz* (Tributo a Ewa Demarcsyk)



para Octavio González Morgado



Una mujer sola, una ajada "palma sola"**,
pisa con pie de patético equilibrista las lajas polvorientas de Cracovia la vieja,
entra y sale de los cafés sobre el vértigo adormecido del vodka,
y recuerda la humillación de cantar para los boyardos de los komsomoles,
a los que su grito y su verso, incomprensibles, retenían en sus sillas
como asustados colegiales ante el triste rigor de un profesor fracasado.
Ángel que emergió de la negritud del poder
y el poder arruinó con el corsé del sinsentido,
vuela por las techumbres de Cracovia y tropieza con las chimeneas,
rueda, cae, se levanta, apoyándose sobre el frágil cristal de una copa vacía.
"Este paisaje" desolador y desolado, de ave golpeada por el viento,
visitado por una ráfaga fugaz de risa cíngara
y un murmullo de soldados que regresan en fila de su primera batalla
(hum hum hum, hum hum, hum hum hum, hum hum hum huu...)
con el peso, físico, de sus aperos,
y el incorpóreo, del miedo y la inutilidad de los deberes;
el pizzicato que atraviesa de puntillas el fondo del escenario;
una mujer que sin moverse transmite con su rostro todos los matices de la vida,
son el recuerdo y el presente de un naufragio.
Stanislawa Celinska también sucumbió ante el arroyo viscoso del vodka;
Daniel Olbrizski envejece en su hermoso cuerpo de un futuro ya pasado;
Beata Tyskiewics languidece entre nobleza y belleza
cruzando el puente de los olvidados.
Quien dijo que de nuestros colonizadores eslavos no retuvimos nada
debe haber confundido los cines y los teatros
con la oscuridad de un "colérico pinchazo"***.
Todo aquel que pone la bota, pone también su pie,
y a través del pie nos llega el alma.
Tenemos en común el fracaso y los intentos de esquivarlo;
tenemos en común la carga sobre los hombros de un cuerpo extraño,
la inconsecuencia del tiempo, la implacabilidad de la historia,
y eso nos une más que compartir un mismo lenguaje,
unas gotas de sangre, o ser hijos de un mismo padre.


(Madrid, 6 de junio de 1999)



*"Este paisaje" en polaco. Poema de Andrzej Szmidt, musicado y arreglado por Zygmunt Konieczny.
**Poema de Nicolás Guillén musicado por Andrej Zarycki y cantado por Ewa Demarcsyk
***Allen Ginsberg (Howl)




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La infancia de Ivan (Tarkovski) - Arengas patrióticas



Gotea el viejo grifo una gota perenne, como una lágrima
que persiste en nunca hacerse llanto
al mismo tiempo que insiste en no dejar de caer,
obsesiva, repetitiva, aburrida y cruel hasta la tortura.
Gotea la canal después de la lluvia, más allá de la tormenta,
cuando ya todas las nubes han descargado con abundancia,
pero ella se mantiene en el silencio de la noche,
y bajo los párpados cerrados del dormido se le ve desprenderse,
con esa bella figura de ánfora fenicia, en la ignota profundidad del horizonte.
El buldózer desbroza para levantar el paraíso: un páramo
que engulle los cedros, los caobos, la majestuosa e inalcanzable ceiba,
el cisne sacrosanto e intocable de una palma real;
y vuelan los pájaros armando grande alboroto
―todos estamos tan asustados...―
El río se ahoga en el talud, pero la desidia, como un gusanillo,
orada agujeros, y el mar que se hizo dulce en sus aguas,
seco en el afluente, detenido tras la fuerte cortina de cemento y hierro,
filtra una gota. Una gota que es distinta a la otra gota.
Una gota que es lo contrario de la otra gota, una gota que responde.
Y tú dices: la primera gota no existe, es fruto de tu mente,
consecuencia de la vigilia, mala sombra de un insomnio cotidiano;
y si la primera gota no es, tampoco lo será la segunda:
no hay respuesta sin pregunta, no hay recuerdo sin suceso.
Y si todo pasa, si escapas, si tu vida cambia, dejarás de oír los sonidos de ambas.
Pero te equivocas: hasta que mueras viajarán contigo y para siempre serán tu sombra,
una sombra que se adelanta y se retrasa, una sombra que gotea.
Puff, puff, puff; y las paletadas contra tu infancia quién sabe si también se acallen,
o el granito cruja lenta, sincopadamente, para toda la eternidad.
¿Quién puede asegurar, Iván, que aquella gota cese?


(Madrid, 6 de septiembre de 1999)





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Doctor Jivago (Boris Pasternak)



Tanto talento parece que deslumbra,
como una pieza de oro bañada por el mediodía
que inclemente quiere hacerla lucir con todo su esplendor.
De pronto te desarma y te deja sin habla;
debe pasar algún tiempo para que puedas reaccionar,
poner tus ideas en orden, sacar tus conclusiones,
porque el oro, como el talento, te atrae y te apabulla, y fácilmente te engaña.
Si te dejas llevar, te sientes como en un carrusel;
y cuanto tanto más te abandones a él, más vertiginosa será la espiral:
si opones resistencia, la inercia puede lanzarte fuera y despedazarte;
si te relajas, los giros llenarán de burbujas tu cabeza
y entonces sería mejor no detenerse jamás.
Lo peor es que te de por recelar, que comiences a pensar
en lo dudoso de ese tanto talento que deslumbra.
Lo peor es que te obsesiones con arañar la pieza de oro para comprobar si es maciza.
Lo peor es que, como un niño excesivamente curioso,
quieras descubrir el mecanismo del juguete.


(Madrid, 6 de septiembre de 1999)






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Paisaje después de la batalla (Tadeusz Borowski - Andrzej Wajda)



Quizá vivir sea la mejor venganza.
Roman Frister



Después de morir, continúa viviendo. Atraviesa el bosque
donde la batalla ha alimentado las mortales mariposas de los disparos,
la imperturbable compostura del verdugo que ejecuta su deber
sobre el asustado fuelle con que tu pecho respira.
Pagarás por haber nacido en alguna parte;
pagarás por algo insignificante que sucedió hace cuatrocientos años:
unos lunáticos descubrieron el intangible contorno de tu futuro;
pagarás por la cópula de tus padres; por tu sangre o por tu piel;
y nunca sabrás por qué pagas tanto,
por qué te culpan de la muerte de un hombre en Judea;
por qué te culpan, tanto por ganar como por perder.
Quizá vivir sea la mejor venganza, si es que los demás
lograran vislumbrar la culpa o la inocencia en la sombra andante de tu alma.


(Madrid, 18 de septiembre de 1999)





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Todo para vender (Andrezj Wajda)



Si nada tienes para vender, toma mi pasaporte,
la cruenta institución de mis papeles,
los certificados de buena conducta
confeccionados por la piadosa mentira de alguna bondad.
Si nada tienes para vender, quédate en el bolsillo
con la felicidad que por un momento padecí
y que, como un tiovivo en medio de una diversión abandonada,
alguien puso en marcha para convertir la noche en vértigo.
Si nada tienes para salvar tu vida, pronuncia mi nombre,
entrégale algunos de estos versos,
menciona o invéntate alguna palabra que no dijera,
pero nunca dejes que te hundan por tan poca cosa: yo no valgo la sangre que llevo.
Por lo tanto, no te detengas si alguna vez te convocan al aquelarre de la sangría.



(Madrid, 29 de Noviembre de 1999)






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Cuchillo en el agua (Roman Polanski)



Me parece que hablo de algo que nunca ha existido.
De repente, la historia ―esa realidad que ha tejido tu vida―
ha envejecido mucho más veloz que tus recuerdos,
y ha dejado atrás tu cuerpo, que ha prevalecido,
que ha permanecido contra el paisaje y se ha erguido sobre sus pies.
No, no te has muerto: tócate, si con ello te convences.
Ni el cuchillo ni las aguas crecidas del río han podido contigo.
Y sin darte cuenta, la historia ha seguido su curso,
se ha hecho mayor como tu piel: de ti no quedará ni el recuerdo;
en cambio, de la historia se fabricarán otras mentiras para engrosar los libros
y otros libros para enmendar las fabulaciones, y otras verdades absolutas
tan discutibles y poco fiables como las verdades anteriores,
y en ese ciclo imparable de misterios que se dicen y se desdicen,
de infinitos laberintos concéntricos, qué es, qué fue tu memoria, pobre infeliz,
sino tan sólo un cuchillo que el remolino del agua tragó
y el lodo del fondo nunca devolvió a la superficie.


(Madrid, 16 de enero del 2000)






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¡Fuego, mi muñeca! (Milos Forman)



Los bomberos acudieron en vano para apagar el fuego que ardía en tus ojos.
Un policía creyó ver en ellos un brillo y pensó que el enemigo había llegado.
El policía cumplió con su deber porque todo lo que reluce es sospechoso
y si hay algo dudoso es menester que se investigue,
y toda pesquisa seria conlleva una disección de aquel objeto que brilla
y si no es reflejo del enemigo, hay que saber quién ordenó el lucimiento,
quién, por qué y para qué. Todo tiene, o debe tener, un sentido.
Nada puede brillar así, sin más, porque sí,
ni siquiera el fuego de tu mirada, muñeca: ¡cierra, cierra los ojos,
antes de que algún vecino por ello se despierte
y tengamos que explicar que simplemente gozabas de amor como una enamorada!



(Madrid, 16 de enero del 2000)






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Guerra y paz (León Tolstoi-Serguei Prokofiev-Andrei Konchalovsky)



Los figurantes portando las banderas de Todas Las Rusias avanzan a proscenio,
blanden los estandartes, los trozos de tela ondean casi rozando mi rostro de tercera fila,
el coro, la hagiografía y todo el escenario llegan a la apoteosis final,
y yo siento un miedo atroz que enerva cada uno de mis poros.
A partes iguales, un pánico indescriptible da a mis pies
la sutileza de un fantasma y la torpeza de un boyardo en el salón de un noble.
A la salida del Teatro Real adelanto a un matrimonio
cuando la mujer comenta al marido lo “bonito” del segundo acto, y yo la miro,
y la mujer me mira y no sé si me ve.
Recupero mi estado natural: el miedo atroz,
y camino más deprisa,
porque nunca podré sentir, ni percibir, ni compartir,
el orgullo de haber nacido entre las cenizas de un imperio,
la irracionalidad de las vísceras,
que en un segundo de espejismo obvia el desdén y la gota de carbón del sudor,
la plusvalía y el trapo ensalivado que abrillanta la bota del amo,
el abismo que la mano del de arriba enlaza
―con debilidad de maltrecha liana― hacia el hombro del simple.
Moscú, nuestra santa Moscú, está ardiendo ante Bonaparte,
y Napoleón no es peor ni mejor que nuestros emperadores, reyes y mariscales,
pero las dulces cúpulas de San Basilio son teas ofrendadas a la Virgen;
la torre del Kremlin se deshace en una nevada de ascuas,
y todos ―ricos y pobres de solemnidad― vislumbran al ave fénix renaciendo,
gallo encendido de fuego, águila con dos cabezas vacías e inflamadas de soberbia,
ceguera que llaman patria y se extiende más allá de Moscú la santa
hasta los páramos de cualquier batalla,
y en aquel momento o siglos después todavía palpita,
en un campo donde se patea frenéticamente una pelota,
o en la mirada comprensiva de un voluntario.


(Madrid, 26 de abril de 2001)





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Krik (El Grito, 1963 - Jaromil Jires)



¿Dónde estás, tú? Edificios monolíticos salteados por la pradera
como extrañas setas sin humedad ni sombra.
Mogotes de cemento calados por pabellones silenciosos
en los que habita el grito, ese grito que aúlla dentro
hasta ahogar los recuerdos. Pero, ¿qué recuerdos?
Si apenas a esta edad, qué son las memorias.
Hay un hombre mudo, extraño, misterioso, bata blanca,
impenetrable ojo que todo lo escucha, pero tú callas.
¿Qué hay que decir, qué hay que alegar?
Y el hombre todo lo adivina, desmenuza tu mente,
y pone nombre a tus pecados. Tanta culpa te prescribe
que llegas a llamarte culpable. Ah, qué tiempo aciago...

¿Por qué estás aquí, tú? Ni siquiera ese otro,
que siente vergüenza de la demencia, sabe explicarlo.
Krik, krik, krik, rozas diente contra diente.
Krik, krik, krik, susurran tus rodillas.
Krik, krik, krik, como un grillo a la espera del zapato.
Si sientes que el aire se enrarece, es tu culpabilidad.
Si sientes que el techo baja hasta tu pecho, es tu culpabilidad.
Si ves que la hierba, del verde pasa al pardo y se quiebra,
no hay otro más culpable que tú, no puede haberlo.
Krik, krik, krik, en tu idioma el grito tiene voz de animal indefenso.
Entonces, el grito, ese grito, ¿está dentro o está fuera?



(Madrid, 24 de diciembre de 2001)





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El caballo tirando de la carreta (Nina Hagen-Thorn)




El caballo es un animal noble.
Es bueno ser caballo.


Nina Hagen-Thorn




Fui caballo en Kolimá.
Tiraba de una carreta en yunta con otras mujeres.
No es nada vergonzoso. En todo caso, sucio.
Lo peor, los días de lluvia,
aunque tampoco debe menospreciarse el tozudo invierno,
sobre todo estando cerca el mar de Ojotsk y la península de Behring.
El hielo se pega a la cara como un escorpión.
Prohibida la palabra, probamos con el lenguaje de tan mal llamadas bestias
y llegamos a cambiar las manos que una vez escribieron
por sonidos guturales que al entonarlos de ciertas maneras
escondían un código de lenguaje hermoso y secreto.
En ese bello idioma ¡hasta llegamos a cantar!
Nadie supo nada de nuestras jornadas, excesivamente equinas:
¡todos estaban tan ocupados en creer y maravillarse!
En clave nos mofábamos de los látigos y los insultos,
en clave nos reíamos del lodo, en clave dejábamos de pensar,
la cabeza color de nieve y fría, y relinchábamos gustosamente,
disfrutando del vapor que expelían nuestros morros
como las chimeneas de un barco que nos llevara lejos,
muy lejos, donde no pudiéramos ver el mar de Ojotsk
y la península de Behring no fuera más que un accidente geográfico.



(Madrid, 18 de junio de 2002)




No hay gran diferencia entre el comportamiento de un rebaño de caballos y un rebaño de hombres.

Lo cual no quiere decir que haya que despreciar a los hombres, sino, por el contrario, tener respeto a los animales.


Nina Hagen-Thorn







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Lubianka que estás con nosotros...





Los vivos


Todos hablaron, hablan y hablarán.
Todos hablamos, todos hablaremos.
La integridad no es más recia que el miedo, ni éste más que el poder.
Basta con sospechar que la vida no valdrá ni siquiera el aliento
para obstinarnos en mantenerla contra todo pronóstico.
De hecho, ya con pisar ciertos suelos
se queda en eso, en puro aliento.
No hay ni por qué apretar tuercas, cuerdas, oscuridades.
Sobra la incertidumbre de un minuto de la eternidad
y es la pedagogía del maestro. Del alumno
es la mente en blanco ante el examen, la mosca que vuela,
la ventana abierta al pavimento. No al cielo, sino al infierno.
No al cielo del porvenir ni al infierno del presente o del pasado,
sino al firmamento ignoto del que nuestra alma pende
entre cielo, infierno, purgatorio y ―¿por qué no? ― limbo también.
Pero todos estos papeles, que son escarnio de profesores y estudiantes,
¿para qué han engordado volúmenes amarillentos,
tembloroso pulso del que se culpa por vivir
más allá de la falaz y todopoderosa cátedra de quien le acusa de vivir?
Si mataron al hombre, ¿por qué no también todas sus palabras?
¿A quién engrandece la basura, si todos, para una y otra cosa, estamos llenos de ella?
La mantuvieron viva tan fortuita y absurdamente
que ni los muertos podemos comprenderlo.


(Madrid, 7 de junio de 2002)











Los muertos

a Vitali Chentalinski
por su inútil y descomunal obra




Yo, que transito esas sendas va ya para media centuria,
me pregunto tantas veces para qué malgastamos nuestras voces
en contar y contar historias amarillentas de legajos casi ilegibles
si nadie escarmienta por mi pena ni por mi gloria,
si todo se perdona o se obvia en salvaguarda del inútil dolor
de levantar un alma de su cuerpo, ponerla a nuestro lado
y decirle que sí, que todo cuanto dice ha sido espeluznante
y gratuito pero nada hacemos en mostrarlo a la luz.
Que hoy tenemos otros problemas.
Y que, como las momias, es mejor mantenernos en nuestros sarcófagos,
llámense como se llamen, porque además de que el aire polvo nos torna,
atentamos contra la normal propensión a la fe y la tolerancia,
al amor, al olvido, a vivir, vivir, Dios mío, en la paz que no tuvimos nosotros,
a la felicidad y el éxito,
que vivimos un tiempo equivocado,
el experimento de un loco, pero nada de eso se repetirá,
y es que tal vez ni siquiera existió, o fue una etapa gris o negra,
a todo le ponemos un bonito nombre, un color,
pero esta mañana todo resplandece, el oro y el moro, la plata y la gata,
y todos los vivos son buenos ejemplares de dignidad, maestría, perfección,
todo escritor cela su ortografía,
todo fontanero el sellado de una junta.
Pues eso, ¡a qué tanta monserga! Todo muerto debe velar su silencio,
todos debemos resignarnos con nuestro reposo: al fin y al cabo,
para qué queremos hablar ahora si nadie quiere escucharnos.



(Madrid, 18 de junio de 2002)





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Hotel para extranjeros (Hotel pro cizince, 1966 - Antonin Masa)





Yo había vivido un destino determinado; no era mi destino pero lo había vivido.

Imre Kertész



El sumiller tal vez desearía llegar a ser sumiller de corps
si supiera verdaderamente lo que es,
pero apenas si puede recordar de qué uvas provienen
los mediocres caldos que escancia.
El cargo le ha convertido en un déspota arrogante,
sólo doblegado babosamente ante el extranjero al que sirve.
No hay mucho qué hacer por este individuo;
mañana, cuando las apariencias cambien, negará su origen
y será dueño del hotel, vestirá elegantemente (por consejo ajeno)
y seguirá encorvándose ante el nuevo extranjero.
Los de ahora no lo son siquiera: forman una variada marea oscura
de contrabandistas, proxenetas, ministros y jefes de despacho,
queridas secretarias, presidentes y ejecutivos de empresas mixtas
y esos otros bicharracos que ahora cobran una disipación en moneda americana
comúnmente conocidos como “intelectuales”.
Mañana, cuando las apariencias cambien, serán honrados ciudadanos,
y como todos algo tendrán que ocultar, serán aún más honrados.
No hay nada que hacer por estos fuleros. Como ahora,
lo darán todo por el negocio: “business is business” y eso no ha cambiado.
Yo seguiré, detrás del biombo, escupiendo la comida que les sirvo.



(Madrid, 13 de diciembre de 2002)






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Epílogo


Subsuelo madrileño, línea 9. Marzo del 2002.
A mis espaldas siento alzarse los acordes lentos de “Katiushka”
que de improviso se desatan como una trenza danzando alrededor del fuego eslavo,
viento y muslo cosaco, brazos enlazados en volteretas frenéticas.
Me vuelvo y allí están. Forman casi una orquestina.
Dos vientos, acordeón, pandereta y balalaika.
Granean las viejas canciones rusas con una alegría patética,
con su triste felicidad de amargura y nieve.
Sólo faltan las palmadas, los gritos de “Hurrah!” y “Gospodi!”,
los danzantes acuclillados vestidos con sus camisolas de mujiks. En cambio,
gastan trajes de cashmere de principios de los ‘70,
grises cuadros y rayas de los roperos de Caritas,
ropita, camisitas, un sombrerito de fieltro,
como si aquel país en donde un día nacieron no hubiera ya dejado de existir.
¡Tengo tanto en común con estos lejanos hombres que nadie podría comprenderlo!
Vuelvo la cabeza, cabeza de ojos húmedos,
cabeza de imágenes que retornan en lágrimas.
Mis compañeros de viaje observan atónitos y desvían los ojos.
Sólo una mujer gorda, mulata, sentada frente a mí, no me pierde mirada.
Parece entender por qué lloro. Puede incluso que ambos naciéramos
en ese otro país que todavía no ha dejado de existir del todo.
Emerjo del subsuelo antes de llegar a mi estación
y me siento en un banco, bajo la lluvia:
ansío que Dios me traiga pronto la muerte.



(Madrid, 19 de marzo de 2002)



(C) David Lago González, publicado por Ediciones Timbalito (Madrid, 2003)