martes, 30 de septiembre de 2008

MOLESKINE (4)

moleskine_whitejacket Las atroces caídas en la Bolsa, o de la Bolsa —no es lo mismo caerse en La Bolsa que La Bolsa se caiga—, son algo sumamente complicado como para que las escasas neuronas que me quedan puedan comprender lo más mínimo. ¿Por qué no acaban de aprobar el plan Bush? ¿A qué llaman “socialismo para ricos”? ¿Puede suceder algo que cambie mi vida material para mejor o para peor? Sí, ya sé: Africa (“I thank the rain down in Africa”, como canta Toto), pero, chica, algo bueno tenía que sucederme: no nací ni vivo en Africa.

Por otra parte, El País sí trae un titular trepidante, “La noche infinita de Cocó Ciëlo”, escrito por una tal Patricia Ortega Douz. También un artículo bobo de Jorge Edwards. Pero el que a mí me gusta es Cocó Ciélo y su noche infinita en la que lo mataron a botellazos dentro del portal de su casa. ¿Por qué me atraerá tanto el macarrismo???? Debe ser porque de niño me llevaban al Mercado de Abastos de Santa Rosa, donde se compraban platanitos manzanos en la venduta de Chano, carne de primera en la carnicería de la saga Carbonell, pollos vivos más adentro y ajíes cachucha que le gustaban mucho a mi madre, al mismo tiempo que me llamaba mucho la atención lo que pasaba y lo que imaginaba en los bares de putas, los traganíqueles, los chulos con sus guillos de oro y otros señores que serían los clientes, y el fru-frú de las sayuelas almidonadas. Pero luego llegó Fidel y me salvó de todo eso.

Me senté en la rotonda de la Plaza de Cascorro a tomar el sol y ver el periódico. Todo estaba bien hasta que llegó un puto fumador: un día voy a asesinar a alguien que fume, sobre todo si son Ducados. Bueno. De la lectura saltaba a la reflexión curiosa de vivir en dos países donde los colonizadores comparten el prestigio de ser héroes y villanos a un mismo tiempo, y me doy cuenta que para una buena parte de la sociedad esa confusión pervive tal cual, actualizada en otros personajes que prefiero no convocar mencionándolos.

Algo que me llama la atención es el adelanto de publicación de 52.000 cartas políticas que Norman Mailer dejó en alguna parte, y el atentado fundamentalista contra el editor inglés de “La joya de la Medina”, escrita por Sherry Jones. La muerte de Nouhak Phoumsavanh, ex dirigente comunista de Laos —que en él se ensuelva, como se dice con las animales (también lo dije cuando murió Jesús Díaz)—. Una pija documentalista que dice que “el Emmy es un peligro, parece un arma terrorista”, pero seguramente irá a recogerlo —claro, los españoles somos estúpidos, lo certifica Javi Bardem--. Y en la parte baja de una hoja, a la derecha, una discreta promoción de dos libros sobre Cuba: Fernando Ravsberg con “El Rompecabezas Cubano” y Richard Gott con “Cuba: Una nueva historia”.

No sé quién es Richard Gott, ni pienso leerlo, pero me pregunto, casi me rompo la cabeza pensando qué querrá decir con “una NUEVA historia”...

© David Lago González, 2008.

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lunes, 29 de septiembre de 2008

Debes pactar con el diablo

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gargolas

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Debes pactar con el diablo, o el día tras día

será del pasado una infinita suma de horas

que entorpecerá ese segundo de brisa

que espera el mirlo del verano.

¿Desde cuándo no piensas en el horizonte?

Haciendo memoria, ¿realmente pensaste en él alguna vez?

¡Qué falacia tan estúpida!

¡Pájaros, soles, lunas,

cursilerías del tedio en que se hunde la placidez

o la superficialidad más castrante!

Pero sí, debes pactar con el diablo.

Para regresar a gusto contigo mismo,

no con los demás, los demás nunca te importaron;

debes hablar con él, no el de la barba huidiza

y el labio buscando la palabra,

ni tampoco el cínico querubín a quien has amado

en secreto durante tantos años:

tienes que llegar a un acuerdo con el diablo que llevas dentro,

debajo de tanto ropaje de santo pendejo

y ahora de arrogante a la sombra.

Llega a un acuerdo: verás, infeliz, que pisarás triunfante

sobre la paja estercolada del establo,

y una vaca gorda vendrá a besarte los labios.

La cigarra se posará sobre tu nariz,

y de un enorme huevo nacerá tu madre,

sana, completamente sana y lúcida,

para tu propio castigo y martirio.

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(Madrid, 11 de noviembre de 2003)

© David Lago González, 2003.

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sábado, 27 de septiembre de 2008

Mi primer trabajo

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Yo reconozco a los ladrones, a los traidores, a los asesinos, a los bribones, una profunda belleza que a vosotros os niego.

Jean Genet

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a Rolando Bencomo,

compañero de tantas madrugadas

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Mi primer trabajo, lo compartí con ladrones, asesinos, soñadores patrióticos, fumadores empedernidos de marihuana, vagos, maleantes, escandaloso público del coito apresurado o la chupada interrupta, exhibicionistas de mirada atenta y hermosas vergas, universitarios expulsados por respirar demasiado, contables alcoholizados, reservistas fugados, corruptores de infantes atrapados por la belleza bestial y adulada de la adolescencia, balseros traicionados por su amigo mejor, maridos engañados que aplicaron la justicia del cornudo, todos ellos egresados del ergástulo o con la posibilidad del ingreso a cuestas.

Entre tanta gente de recia estirpe no había un sólo culpable: todos éramos inocentes.

Nuestro criado había matado a su madre por el precio de un cigarrillo prohibido: era todo cuanto sabíamos.

Los demás, éramos un misterio que disfrazábamos con buenas sonrisas o rostros impenetrables, y nadie preguntaba al otro por su pasado, como si, acabados de nacer, la vida nos regalara aquel don de trabajar bajo un sol implacable, viajar durante cuatro horas de ida y de vuelta, compartir un rancho lejanamente asemejable al almuerzo, y con frecuencia rociarnos con abundante aguardiente para poder olvidar por unas horas aquella caprichosa vuelta de la tuerca.

Esos éramos los malos.

Los buenos formaban cofradía aparte, y como masones, su intachable proceder quedaba más allá de toda duda. Pero, paradójicamente, en algo se parecían a nosotros: todo era cuestión de tiempo. Ellos no tenían pasado; su pasado era su presente y su futuro, pero compartíamos un destino, ya vivido por nosotros y por vivir para ellos.

En ambos lados los corazones eran variopintos.

A los malos nos gustaba callar; a los buenos les complacía hablar y hablar, hacerse asequibles y brindarnos su paternidad comprensiva hacia los errores del hombre. Algunas veces coincidíamos en fechas patrias y la cerveza cruda los tornaba más tolerantes; como buenos sacerdotes, perdonaban las debilidades que nos habían convertido en malos.

Esos días que recordaban antiguas gestas sólo valían por el alcohol que se escanciaba y nos liberaba a todos por igual del destino, ése que ya algunos habíamos vivido y ese mismo que a los otros aguardaba, para convertirlos en ladrones, asesinos, delatores, soñadores patrióticos conversos, fumadores empedernidos de marihuana, escandaloso público sorprendido en la noche, oteadores indiscretos de ventanas ajenas, universitarios expulsados por un contable alcoholizado ya regenerado, enamorados de la belleza cruel de la juventud, arribistas destronados, estafadores del erario, representantes del poder asilados en Barajas, arrepentidos que contaban su vida y sus errores para Tusquets o Anagrama, escoltas de presidentes, militares aguerridos que el demasiado poder trastornaba; en fin, personas quebrantadas por el único trabajo que intentábamos hacer todos: sobrevivir.

La diferencia estaba en que los malos teníamos pasado y los buenos todo el futuro por delante.

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(Madrid, 6 de Mayo de 1999)

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a Jesús Palomero

(de parte de Queta Pando)

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Ah, Jesús Palomero, tú, con tu sonrisa ladeada,

bajo el lado oscuro de la visera de tu gorra verde oliva,

por dónde reirán tus blancos dientes ahora, tantos años después

en que tomo prestado el fantasma de Queta Pando

para reivindicarte en la memoria de un poema.

Ah, Jesús Palomero, la yema de tu dedo

jugueteando con el pezón que asomaba por tu camisa entreabierta,

con esa lasciva mirada que lanza un hombre a otro

cuando se sabe poseedor del pezón justo,

la sonrisa perfecta, y el momento preciso de insinuarlos

como el manjar que se muestra a un indigente

y se le retira en el instante en que extiende su mano,

para dejar flotar en el aire la crueldad entre los cirros macabros de la broma.

Donde quiera que estés, yo estaré contigo.

No te dejaré hasta no hacer mía la justicia del paria

y retendré en mi boca lo que me enseñas cabronamente,

y tantos años después, cuando me sé bien muerto,

te juro que me cobraré con creces, y darás por extinguido del fuego su juego

cuando sientas sobre tu cuerpo una brisa ardiente que te abrase

y no sepas contestarte qué es eso que tanto te sofoca y te deleita,

y que nunca más, ¡ah, Jesús Palomero!, nunca más

volverás siquiera a imaginar de nuevo.

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(Madrid, 23 de Mayo de 1999)

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3

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Madame Pataza, con su larga gabardina negra, abierta al aire como las alas de una mariposa nocturna, nos salvó de una redada inoportuna en la Plaza de la Merced. Corrió a nuestro encuentro sin conocernos, y su alerta fue el grito de un pájaro de plumaje estrafalario que cruza como una aparición el cielo estrellado y tropical, y convierte el graznido en el aviso del cepo hacia el otro esclavo que rehuye al mayoral, desmintiendo así lo despectivo del mundo tercero y las bananas y las repúblicas miradas desde la altivez europea del "sálvese quién pueda".

Madame Pataza desapareció, como nosotros, entre los callejones de la vieja ciudad que quiso burlar a Henry Morgan inútilmente, sumándose a la oscuridad de la noche y la vida como un fundido repentino e inesperado.

A la mala sombra del cepo le cobijó el tiempo y pasados los años reapareció, tan fugazmente como la felicidad: tan sólo para morir a los pocos días de libertad sobre una loza desprendida de los cables de la grúa, como un maracuyá que se tira al aire y hace "ploff" contra el suelo.

Fue la única vez que pisé el talud de la represa, y desde aquella altura casi infinita vi allá abajo su sangre como el plumaje estrafalario de un pájaro tropical que del látigo del mayoral una noche nos salvó, y quién sabe si también de la mala sombra de algún cepo...

Descanse tranquilamente su negra gabardina tan inusual en la brillante noche tropical, "morena, bonita, sensual, que incita a soñar" * con alas abiertas que se echan al vuelo eterno,

libres para siempre en su profundo silencio.

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(Madrid, 23 de Mayo de 1999)

*(Texto de una canción de César Portillo de la Luz)

(C) David Lago González, 1999.

THE STRENGTH IT TAKES

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Conserve enough

to get up in the morning

for the courage to put your eyes back in their sockets

and see the last light of summer filtering through the leaves

of the plants on the balcony

like a vine that leaps into the room and grabs onto

your feet,

climbing upward in search of a heart.

Put aside just enough

To stick your nose near the chimney and sniff,

I say “just enough” because the scent of orange trees

no longer wafts there

and, if you insist on breathing in, a black soot

like an undesirable ointment that is old-age’s passing

insists on blooming within those nares

that some day, less than professional hands will snuff.

Save up so much more than you can imagine

by not wasting Super Glue along the neckline

after you figure out the exact place to stick the ears

that will open their frozen-stiff auricles, those sensors

of the sublime murmur letting you pass

above the empty noise that nothingness produces when it travels

the length and breadth of your body over and over again.

Set aside a goodly amount of what it takes

to place your mouth upon the wound made by

your voice trying to rise above your chin,

and bite down hard, so that your teeth sink firmly into

your bones. That final, precise task is theirs,

to leave the expression with smile’s escape,

a possible quick exit when things get bad.

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© David Lago-Gonzalez, 2008

© translated by Kurt Findensein, 2008

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miércoles, 24 de septiembre de 2008

Otoño

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Otoño, otro otoño. Diferente al de más abajo.

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Te deslizas subrepticiamente en este cuerpo,

alevosamente y con nocturnidad, como un ladrón

dispuesto a matar, capaz de todo

por llevarse la chatarra de engañosos cofres

excesivamente valorados.

Armado de gran soledad

me impones recordar,

me obligas a observar en terco silencio,

me conduces hacia un río

del cual las aguas escapan buscando ellas mismas la sequía,

te instalas en el corazón de la bellota como una larva

vaciándola silenciosamente,

haciendo de ella la cáscara hueca y aparente

que cualquier pie humilla...

¡Cuán fácilmente me mezclas con la hojarasca...!

Me haces mirar al cielo con el asombro calmoso del lerdo;

reduces mis pensamientos a líneas que se diluyen

como trozos de hielo en vasos de vodka,

osos blancos saltando entre las ruinas de su imperio;

o haces girar las ideas en peligrosos círculos concéntricos.

Tengo que hacerte callar, propinarte un bofetón,

para que no caigas en la letanía que mueve a risa

o a conmiseración.

De pronto no estabas y ahora estás en cada minuto,

en cada objeto que toco,

en cada sonido que antes vibraba con brío;

has ido llegando sin yo darme cuenta,

o siempre has estado;

pero siempre has sido lo impensable, lo imposible,

lo que sucede a otros, la traición,

el murmullo de la fila, lo que ya nadie llena,

la mirada que duda, la palabra que no se atreve a vivir...

y cae.

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¡Ay, otoño!

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(Madrid, 17 de diciembre de 2005)

© David Lago González, 2005.

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martes, 23 de septiembre de 2008

Las horas doradas

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relax, 2006

(C) Mi-Mi Moscow

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Entre viejos papeles al borde de la pérdida

hallé una hoja suelta, amarillenta de seca humedad,

en la que alguien había escrito lo que en sus tiempos fue un poema completo.

El cuerpo inicial desfigurado

por lo que pudo haber sido la transpiración de una época lluviosa,

habían hecho ininteligibles las palabras y las ideas, mas el cierre quedaba intacto.

Se lee:

“Mas cualquier camino, en breve, conduce al desengaño

y todo movimiento engendra cansancio:

si un paso das, tus pies bálsamos precisarán;

si vuelan tus ojos tras la ignota nada, cerrarse ansiarán,

y, tanto unos como otros, hastiados de la faena, olvidarán.”

No se distingue la fecha en que fue escrito...

Una amiga me comentó de la injusticia de esos versos

que reconcentran toda la atención en un único lado de la vida.

Injusta y torpe su calibración me parece

porque tampoco ella incluye lo que ignoramos.

Es posible que los versos perdidos hayan implicado las horas doradas del poeta,

diluidas por las circunstancias y el azar

en esta suerte de purpurina más sabia que amarga que hoy llega a nuestras manos.

Eso fue, simplemente, lo que quedó. Eso es lo que se lee,

pero tampoco tiene por qué ser obligatoriamente la única verdad.

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(Madrid, 20 de noviembre de 2003.)

© David Lago González, 2003.

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lunes, 22 de septiembre de 2008

Otoño del 95

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Hoy comienza el otoño en todo el mundo, incluso en las regiones donde no existe. Hoy llueve sobre Madrid, para ser más ortodoxos. No hay frío, ni mucho menos calor. Uno de los batientes del balcón del salón está abierto y aquí, de espaldas a la calle, me llega ese frescor húmedo. El otoño es un tiempo para amar y ser amado, y cuando todo, menos el otoño, pasa, recordar que fuimos felices y reconocer que acariciar las cicatrices nos devuelve un suave murmullo, esa hermosa melodía que emite nuestra piel hecha de tenencias, de roces que nos trae el aire, y somos felices porque estamos hechos de risas y heridas, y, a pesar de toda la mala voluntad que a veces trae el destino, encontramos el equilibrio gracias al otoño.

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FallLeaves

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"¿Quieres venir conmigo a un viaje al Paraíso?"

Antonio

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OTOÑO DEL 95.

Leve y fría la tarde se desgrana en el gris

hollín de las nubes sobre el alero de los hombros.

Debajo, la calzada mojada por una lluvia invisible y fantasmal.

Con estos tres dones te saludamos: tarde

en que nos reconocemos como ciegos amantes

palpándonos en la penumbra de las persianas echadas;

noche en que dormimos abrazados:

frente a mi boca su espalda como un muro,

frente a mi cuerpo, su espalda, sus nalgas y sus muslos

sujetos por el bordillo de mi silueta para que no escapen

ni se vayan con la luz tras la mañana que nos viene, inevitable,

fin del paraíso.

Y en mitad de la noche, infinita y secreta,

tres ambrosías en la boca encuentro,

sólo comparables a un hartazgo de machuquillo,

cuando se funden savia y carne de plátano y marrano

en el momento en que las formas pierden su contorno

y se hacen sueño.

Y si el sueño vuelve su espalda, se crecen sobre el mar

dos montañas gemelas luchando por la belleza de una línea

que va a caer al abismo azul de las sábanas

como un galeón en busca del descubrimiento;

en mitad, un cráter que no erupciona, ni lava

ni piedras ni cenizas,

sólo un grito a mi boca pide, sólo un grito,

quedo, silencioso y sin palabras ni miradas,

con sólo nacer una isla sobre el mar, empinarse

más sobre las olas,

mi lengua calma, agota su sed y calla su llamada.

Y en las más altas latitudes de los cerros,

los faros de sus pezones, tan solitarios y perdidos

que dan tristeza. Pero la noche es larga,

qué larga es la noche, sin luna, que olvida el día y su amenaza,

y festeja con mi boca lo que en la oscuridad encuentra.

Sobre el desierto de su pecho... ah, me cansa la caminata,

un respiro entre las dunas, que se mueven

pasando suavemente de una a otra granos de arena,

tramando un trueque de locos mercaderes:

el incisivo zarpazo dental de la rabia

por el fulgor de un tocamiento;

y yo escondido en la noche, como uno de esos animalitos

que sólo salen para beber el rocío del Sahara.

El cuello tiene paredes de cristal de agua,

frágiles y temerosas de una fisura por donde penetre lo insostenible,

lo que le torna en niño, quebradizo y trémulo,

en un gesto que une cabeza y hombro

omitiendo el cuello, que se protege en la sombra tras un beso.

Qué desorden de labios, lenguas y dientes;

qué hiedra se prende de la carne roja: la boca

que no sabía besar boca de hombre

enreda con su dardo serpentino la noche en un lazo eterno.

Y al siguiente día, la tarde llega

para desgranar el frío hollín de sus nubes sobre nuestro pecho,

calzada mojada por una lluvia invisible y fantasmal

que nos despide, espada que nos expulsa hacia el desierto.

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© David Lago González, 1995

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lunes, 15 de septiembre de 2008

They shoot horses, don’t they? (Horace McCoy)

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Horses in the water

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En medio del fuego cruzado, las casas en llamas, las calles atestadas de cadáveres, mientras corría presa de un pánico indescriptible, de repente la mujer vio un caballo que, ajeno al horror circundante, contemplaba su reflejo en el cristal de un escaparate, admirando su propia belleza.

Aleksandar Hemon

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Había descubierto su belleza.

Su hermosura lustrosa resultaba excesiva ante el horror circundante,

la ausencia presente de un cuerpo sin alma que reposa en plena calle esperando,

si suerte tiene, sobre la fría camilla de emergencia (esa especie de parihuela

sin hojas de tabaco ni sol reluciente ni sofoco bajo el tul de la parcela).

Un espejo devuelve con nitidez la realidad, sin margen a la pregunta de la duda.

Pero en el cristal de un escaparate, donde al mismo tiempo

se refleja no sólo el protagonista sino todo el escenario,

hay que entresacar,

hay que buscar,

hay que descubrir,

hay que decidir con qué quedarse para guardarlo en los ojos.

El caballo, más inteligente que los hombres,

se queda con su propio esplendor,

y olvida el resto.

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(Madrid, 15 de septiembre de 2001)

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2

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Durante la última batalla de la guerra, su unidad se encontraba en una zona de las montañas bosnias. Su misión era transportar a los heridos desde el frente hasta el hospital más cercano, que quedaba a más de seis horas. Muchos morían durante el traslado, a otros les administraba dosis generosas de morfina, pero el efecto desaparecía a las dos horas, y los heridos, enloquecidos de dolor, trataban de huir, a veces sin piernas, chorreando sangre en todas direcciones. El terreno era tan accidentado que para los camilleros resultaba peligroso simplemente tratar de mantener el equilibrio. Un día, uno de los caballos se acercó al borde de un barranco, y después de mirar un momento a los soldados se arrojó al vacío.

Aleksandar Hemon

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El carromato se movía con dificultad sobre el barro y el abrupto terreno.

El carromato olía mal, apestaba,

un nauseabundo aroma de silencio constituía su mercancía.

Recordaba los años 14, 15, del siglo número veinte,

pero poco faltaba para que cien veces doce

cubrieran con el manto de los meses aquel viaje.

Y como en aquel entonces, el caballo hacía su trabajo: tirar del carro,

trasladar la muerte de un lado a otro,

llevarse el “ya nunca más estará entre nosotros” hacia algún recuerdo

y hacia algún agujero en el campo.

Y como en aquel entonces, el campo tenía muchos agujeros: boquetes para la metralla,

brechas para la milicia,

pozos para el agua,

coladeros para la sangre,

y unas cavidades más amplias para los cuerpos.

Pero esta vez el caballo, más sensible que los hombres, siguió de largo.

Llegó a un barranco y volvió la cabeza atrás,

a echar lo que tal vez sería una “última” mirada sobre el contenido que transportaba,

quizás miraría un poco más allá y pensaría

que entre el inicio y el final de los cien años que pasaban

él seguía acarreando la misma carga y poco e inservible había sido el adelanto.

Entonces volvió su hermosa cabeza al frente y se lanzó al vacío.

(Madrid, 15 de septiembre de 2001)

© David Lago González, 2001

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sábado, 13 de septiembre de 2008

Quote

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Roland Barthes au Maroc, 1978._Collection Roland Barthes_IMEC

Saber que no se escribe para otro, saber que las cosas que escribo jamás me darán el amor de quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que ella reside exactamente allí donde tú no estás —tal es el comienzo de la escritura.

Roland Barthes

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El dicho

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a la memoria de Bertha González Fagundo

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Según dice el dicho,

dicho lo dicho,

como quien dice un dicho,

cubre el silencio con un dicho que sirva de comodín

para ese tiempo en que la palabra hacia dentro se desliza

y queda la boca sellada.

Busca un dicho en el nicho de tu imaginación,

y ya sea al principio o al final, pónlo, porque queda bien

y nadie sabe qué dicho es ése que aseguras haber dicho,

pero a todos confundes y dejas preguntándose durante horas

si ese dicho ha sido verdaderamente dicho alguna vez.

Y si ves que me quedo muda, complétalo tú, Davicito,

ya que "eres poeta y en el aire las compones"

―como dice el dicho―

(y no sigo por pudor, que, aunque dicharachera,

lo lleva una también),

porque yo, como dice otro dicho,

de este mundo "escurro el bulto",

a ver si ―aunque nunca he pensado mucho en ello―

me encuentro por ahí con Dios

y le convenzo de que,

dicho lo dicho,

la vida es sólo un dicho

que alguien, no sé cuándo, dijo haber dicho alguna vez.

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(Madrid, 7 de Mayo de 1999)

© David Lago González, 1999

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Los dictadores (Tributo a Friedrick Reck-Mollecsewem, un caballero prusiano)

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En el restaurante casi desierto podría haberle disparado con facilidad. De haber tenido la menor idea del papel que esa inmundicia iba a desempeñar, y de los años de sufrimiento que iba a infligirnos, lo habría hecho sin pensarlo dos veces. Pero lo vi como un personaje salido de una tira cómica, y así no le disparé.

En los consejos del Altísimo, nuestro martirio había sido ya decretado. Si en aquel punto se hubiera cogido a Hitler y se le hubiera amarrado a las vías del ferrocarril, el tren habría descarrilado antes de alcanzarlo.

Friedrich Reck-Molleczewen*

(de su diario "Tagebuch eines Verzweifelten")

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Me es ajeno el alborozo de lo impune o lo punible.

Me es ajeno el ruidoso descorche de una botella de champaña.

Me son ajenos los recodos de una justicia oscura y tardía.

Si hoy estuvieras tú en el lugar del otro general,

me sería indiferente la suerte final de tu litigio:

un "sí" o un "no",

la balanza

de esa ciega dama inclinada

a la derecha o a la izquierda,

no van a hacer que el pergamino donde se escribió mi vida

se enrolle nuevamente para comenzar desde el principio.

Si mañana desaparecieras en la incierta sombra de lo desconocido,

no habré de sonreír ni de llorar, no saltaré de gozo,

no se humedecerán mis manos de alegría incontrolada;

cuando más, me echaré sobre el sofá, cerraré los ojos,

y por los párpados prietos pasará una imagen lejana,

furtiva o lenta,

o tal vez se detendrá el mundo por unos pocos minutos,

pero no más: luego me levantaré,

me sacudiré el polvo del camino y volveré a mis quehaceres;

volveré a mi pequeña alegría,

a mi pequeño dolor,

a mi mísera espera.

He llevado la vida que has querido;

nada en mí ha sido una decisión estrictamente personal;

sólo he sido más libre cuando en tus cortas horas de desidia,

he hurtado de ese descuido algunos minutos para pecar

―y se entiende por "pecar" desde besar

hasta codiciar el designio de un verso―.

La cicatriz en la rosa de mi pecho

quedará intacta cuando tú te marches.

No se borrará. Nada, nada se borrará.

Tu peculiar manera de desafiar la historia

saqueó las carnes de aquellas almas

que puedas llevar sobre los hombros,

y de la equidad de ese peso ya te ha descargado la pubescencia del soñador justiciero.

Quedan los vivos, pero ¿qué son los vivos sin los muertos?

No me complazco en acariciar el verdugón,

pero sólo a mí me duele la cicatriz sobre la rosa de mi pecho,

y te la perdono.

No te dispenso, en cambio,

del pánico disimulado de mi madre,

y de mi padre, la lágrima del exceso

y el profundo silencio de la inutilidad de tu existencia.

Y qué son estas intangibles huellas frente a tu sagrada gloria.

Nada, nada se borrará.

Y la rosa de mi pecho perderá sus pétalos,

y la cicatriz quedará sobre la tierra

como el indescifrable jeroglífico de una civilización extinta.

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(Madrid, 25 de Marzo de 1999)

© David Lago González, 1999

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*Friedrich Reck-Molleczewen falleció el 16 de febrero de 1945 de un tiro en la nuca en el campo de concentración de Dachau.

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jueves, 11 de septiembre de 2008

Oh, shit!*

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a Mohamma al Swaiss

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Cuán corta expresión ha cambiado el mundo de repente.

Decirla ha tomado un segundo

y ya hemos pasado de lo incierto a lo perplejo.

Se han desplomado las torres,

los dineros desde la calle del muro hasta el obelisco,

el fuego ha venido desde el cielo como anunció Nostradamus,

y el grito desde la tierra.

Y desde la tierra se ha levantado el humo,

la ceguera exaltada de las patrias,

la ausencia de los ojos de la fe, y muchos olvidan

que el mundo de la desigualdad no comenzó en el Far West,

pero yo, que he convivido con palestinos azuzados por patrias

sin patrias y ese humo de fe turbia,

puedo asegurar que nunca les oí quejarse

de cowboys ni brokers ni hamburgers.

En cambio, todos soñaban con reconquistar Granada.

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*Expresión que se escucha cuando un videoaficionado capta el momento en que el primer avión irrumpe contra una de las torres gemelas del World Trade Center, New York, 11 de septiembre de 2001.

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(Madrid, 19 de septiembre de 2001)

© David Lago González, 2001

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domingo, 7 de septiembre de 2008

Las fuerzas necesarias

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Monigote

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Ahorra bastante

para que al siguiente día, al levantarte,

tengas suficiente valor para colocar los ojos en sus órbitas

y ver el último sol del verano filtrarse por entre las hojas

de las plantas del balcón

como una enredadera saltando al salón para enroscarse por tus pies,

río arriba en busca de un corazón.

Ahorra lo suficiente

para pegarte la nariz al agujero de la chimenea,

y digo “justo lo suficiente” porque la brisa ya no trae aroma de naranjos

y, si te empeñas en aspirar, un hollín tizna

cual ungüento indeseado el paso de la vejez

que se obstina en aparecer por esos agujeros

que algún día taponarán manos escasamente profesionales.

Ahorra mucho más de lo que puedas imaginar

para que no malgastes el superglue a lo largo de la nuca

cuando precises el justo milímetro donde las orejas

abrirán sus pabellones ateridos de los detectores

de aquel rumor sublime que te hará transitar

por encima del ruido vano que la nada produce al pasar

una y otra vez a lo largo y ancho de tu cuerpo.

Aparta una buena cantidad de las fuerzas necesarias

para colocar la boca sobre la herida que

la voz te hizo intentando salir más arriba del mentón,

da una buena mordida para que los dientes se fijen

a los huesos que han de terminar la obra con precisión

dejando a la expresión el escape de la sonrisa

para poder salir por ella cuando las cosas se pongan malas.

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(Madrid, 7 de septiembre de 2008)

© David Lago González, 2008.

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miércoles, 3 de septiembre de 2008

MOLESKINE (2)

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Moleskine

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Lunes, primer día de la semana laboral. Pero yo no trabajo: desde hace años lo “dejé”, gracias a los resultados en La Bolsa (o en Mi Bolsa): “suerte” que tenemos algunos...

La temperatura en mi PC marca 16º y son las 8 de la mañana. Tener este friecillo matinal en el seco clima de Madrid es una bendición. Otra es la hora temprana. Ya está amaneciendo un poco más tarde, creo que sobre las 7. Yo duermo con las dos contraventanas del balcón abiertas de par en par y cuando más, me tapo solamente con una sábana, incluso a veces es una sábana vieja de la época en que llegamos y vecinos y amigos de amigos nos regalaron cosas que ya no querían. Me gusta despertarme al sonido de los móviles (sonajeros, no sé qué otro nombre puedan tener) que cuelgan de los hierros de la balconada, hierros originales del siglo XVII. Levantarme tarde me pone de mal humor: cuánto tiempo pierdo en brazos de otro hombre que no soy yo.

Como mi grado de dispersión es cada vez más acusado, galopante y pericoloso, pongo en práctica inmediata el ardid de levantarme como si fuera una hormiguita atómica: lavarme la boca, las abluciones propias de mi sexo, vestirme, el zumo correspondiente, la ingesta de numerosas pastillas en las que no me detengo a pensar porque tengo rechazo psíquico a tragarlas, todo eso corriendo corriendo volando, sin darme tiempo al desliz mental, cojo el mp3 o la máquina de fotos o las dos cosas, y bajo sin pisar los escalones.

Ya en la calle, me encamino a Wooster a desayunar. Mientras me tomo mi café con leche y dos (María) magdalenas que hacen riquísimas, allí mismo, leo el periódico. Prefiero la terraza, claro está, pero en Madrid hay que luchar contra dos cosas: los molestos fumadores y el olor a orín que despiden las paredes. No riegan, ni los vecinos ni el alcalde. Se está produciendo una especie de regresión a los tiempos medievales en que todavía no nos habían invadido los moros y el grito de “¡Agua va!” convertía esta ciudad en un chiquero impresionante. Por eso procuro las últimas o las primeras mesas de la terraza, porque quedar apresado entre el humo de los ducados y la peste a meao es algo siniestro, una suerte de empezar mal el día.

Entonces me pongo a leer, decía. Comprar el periódico depende de las fluctuaciones de la (mía) bolsa (pequeña). Y escojo El País. En estos tiempos de radicalismos y fáciles fundamentalismos (que por lo general parten de los que más tienen que ocultar o que disfrazar, aunque sea un “ligero” pecadillo juvenil, una fugaz colaboración con el gobierno de Vichy), desplegar ante ojos cubanos soñadores y nostálgicos la primera plana de ese periódico es ser considerado, en el mejor de los casos, como algo irremediable. “Por ahí pa’llá”, rojo naturalmente, rosado, comunista y, por supuesto, bicho raro. “¿Cómo puedes leer eso?” me preguntan, como si me estuviera llevando a la boca una cucaracha frita pero aún no estuviéramos en China. Espera a que todos estemos bajo la amenaza amarilla y ya no me preguntarás nada.

Bien. Hace ya muchos años contesté esa pregunta. Allá por los 80. Era un amigo de mi entonces pareja. Yo fui “testando”, como dicen los brasileiros, los periódicos y me quedé con El País por un asunto de léxico, o de tono. El ABC por entonces era pura sangre azul y la mía, que posiblemente ya había comenzado a pudrirse, era roja. Aún es roja. Con el paso del tiempo, el ABC, por ejemplo, ha variado muchísimo. He probado con El Mundo, pero me parece un diario tan (disfrazado de serio) amarillista que leer un titular de ese periódico da la impresión de que, cualquier cosa que sea, va a suceder de inmediato, o que incluso ya ha sucedido y uno llega tarde a la noticia. Así que volví a El País, a pesar de Mauricio Vicent. Total, me encuentro con cientos de personas semejantes a cada paso y sin necesidad de abrir ningún periódico. Lo siento por Fondevila, que ya me dijo que me iba a desheredar y no me van a dar el aprobado en el examen de pureza patriótica, pero qué se le va a hacer: todos no podemos ser mártires y al mismo tiempo beatos, como le pasa al pobre muerto de Arenas. Y yo lo tengo claro: no aspiro ni al escudo ni al altar.

Modestia, humildad: en verano la terraza y en invierno el salón. En Wooster siempre, naturalmente.

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(Madrid, 2 de septiembre de 2008)

© David Lago González, 2008.

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lunes, 1 de septiembre de 2008

Gacela de la historia imprevista

.Gacelas_de_la_Alhambra, S. XIV-XV

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...tu boca, ya sin luz para mi muerte.

Federico García Lorca

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Si hoy tuvieras los mismos años de entonces, aquellos mismos ojos de agosto de 1936,

iguales manos sobre iguales pianos cubriendo la quebradiza delgadez

de aquella voz argentinita que te acompañaba en los jaleos...

Si tuvieras hoy el mismo arrebato de tamarit granadino

y reaparecieras tal como te ha madurado el tiempo no vivido,

habría que contar con los dedos de una mano cuántos estarían a tu lado.

El bruto poder, irónicamente, te dio el porvenir y la muerte.

Irónicamente, el bruto poder te enmudeció y te perpetuó.

Los generales nunca ven más allá de la línea de fuego,

pero los versos siempre traspasan los socavones del frente,

los muros donde se impregna la sangre de la pólvora,

el pánico de la muerte, las aspas dislocadas de la historia

que el poder marca para designio del poeta

y convierte su vida en eso que llaman mala suerte, caprichoso destino,

o coincidencia de la noche aviesa: si no hubiese sido esto, habría sido esto otro...

¿Quién sabe qué, quién sabe cuándo, quién sabe cómo?

¿Quién, quién sabe dónde?...

El poder te borra, o destaca el perfil que le conviene,

obvia lo escabroso, tergiversa la realidad a su antojo,

y cambia, cambia todo lo que quiere de tu vida para hacerla suya,

con la seguridad plena de que no levantarás tu mano para detener el mito,

con la complicidad de un silencio que te dio otra muerte

y que a todos sirve, según plazca a sus intereses,

porque nunca volverás para contradecir las imágenes con que te coronan.

Aquellos ojos tuyos de mil novecientos diez

nunca vieron cómo enterraban tu cuerpo inerme,

y cómo nadie comprendía el perfume de la oscura magnolia de tu vientre.

Apuesto mi vida contra tu ausencia a que nunca comprendiste tu muerte absurda,

nunca imaginaste en verdad que aquel miedo que venía corriendo por dentro

se haría noche eterna, madrugada gélida, párpados mirando al cielo.

Y seguro estoy de que, entre tantos como los que hoy te endiosan, habrá pocos realmente que sabrán que martirizabas un colibrí de amor entre los dientes,

lo que ello significa, y cuánto duele.

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(Madrid, 24 de Mayo de 1999)

(C) David Lago González, 1999

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NOTA DEL BLOGGER Y AUTOR: Hace años participé como poeta invitado en un homenaje que se le hizo a Federico García Lorca en la Residencia de Estudiantes, en Madrid. El homenaje fue muy sonado debido a unos desafortunados comentarios de Camilo José Cela que, más o menos, vinieron a decir: "No quiero ser recordado de esta forma." Famosos eran los exabruptos y la prepotencia del Duque de Ira Flavia, pero viendo lo que otras personas consideraron como homenaje, creo que yo habría dicho lo mismo.

Libérrimo

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La Libertad no es ya aquel largo poema de Paul Eluard,

si es que alguna vez aquello sucedió más allá de sus manos,

en ese escenario común a todos y que envuelve a poetas, ladrones, perros,

a las mujeres que van a hacer la compra y a quienes devoran lo comprado.

Y ya ni hablar de lo libérrimo. Mira a los césares

y sus senadores: la misma indolencia para la orgía que para el asesinato.

Pero tampoco es privativo del hastío por saturación

pues en realidad todos pasan su vida matándose entre sí

por nimiedades que van desde el prurito herido del coche adelantado

hasta nombres de dioses, trozos de desierto, diamantes sin pulir

y amores fracasados. ¿Y todo para qué? Cada vez los entiendo menos.

Así que dedícate a respirar en esa gota de agua en que viven los peces,

sube a la superficie, abre tus agallas y traga; luego sumérgete

y pasa la noche.

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(Madrid, 7 de septiembre de 2001)

© David Lago González, 2001

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