sábado, 27 de septiembre de 2008

Mi primer trabajo

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Yo reconozco a los ladrones, a los traidores, a los asesinos, a los bribones, una profunda belleza que a vosotros os niego.

Jean Genet

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a Rolando Bencomo,

compañero de tantas madrugadas

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Mi primer trabajo, lo compartí con ladrones, asesinos, soñadores patrióticos, fumadores empedernidos de marihuana, vagos, maleantes, escandaloso público del coito apresurado o la chupada interrupta, exhibicionistas de mirada atenta y hermosas vergas, universitarios expulsados por respirar demasiado, contables alcoholizados, reservistas fugados, corruptores de infantes atrapados por la belleza bestial y adulada de la adolescencia, balseros traicionados por su amigo mejor, maridos engañados que aplicaron la justicia del cornudo, todos ellos egresados del ergástulo o con la posibilidad del ingreso a cuestas.

Entre tanta gente de recia estirpe no había un sólo culpable: todos éramos inocentes.

Nuestro criado había matado a su madre por el precio de un cigarrillo prohibido: era todo cuanto sabíamos.

Los demás, éramos un misterio que disfrazábamos con buenas sonrisas o rostros impenetrables, y nadie preguntaba al otro por su pasado, como si, acabados de nacer, la vida nos regalara aquel don de trabajar bajo un sol implacable, viajar durante cuatro horas de ida y de vuelta, compartir un rancho lejanamente asemejable al almuerzo, y con frecuencia rociarnos con abundante aguardiente para poder olvidar por unas horas aquella caprichosa vuelta de la tuerca.

Esos éramos los malos.

Los buenos formaban cofradía aparte, y como masones, su intachable proceder quedaba más allá de toda duda. Pero, paradójicamente, en algo se parecían a nosotros: todo era cuestión de tiempo. Ellos no tenían pasado; su pasado era su presente y su futuro, pero compartíamos un destino, ya vivido por nosotros y por vivir para ellos.

En ambos lados los corazones eran variopintos.

A los malos nos gustaba callar; a los buenos les complacía hablar y hablar, hacerse asequibles y brindarnos su paternidad comprensiva hacia los errores del hombre. Algunas veces coincidíamos en fechas patrias y la cerveza cruda los tornaba más tolerantes; como buenos sacerdotes, perdonaban las debilidades que nos habían convertido en malos.

Esos días que recordaban antiguas gestas sólo valían por el alcohol que se escanciaba y nos liberaba a todos por igual del destino, ése que ya algunos habíamos vivido y ese mismo que a los otros aguardaba, para convertirlos en ladrones, asesinos, delatores, soñadores patrióticos conversos, fumadores empedernidos de marihuana, escandaloso público sorprendido en la noche, oteadores indiscretos de ventanas ajenas, universitarios expulsados por un contable alcoholizado ya regenerado, enamorados de la belleza cruel de la juventud, arribistas destronados, estafadores del erario, representantes del poder asilados en Barajas, arrepentidos que contaban su vida y sus errores para Tusquets o Anagrama, escoltas de presidentes, militares aguerridos que el demasiado poder trastornaba; en fin, personas quebrantadas por el único trabajo que intentábamos hacer todos: sobrevivir.

La diferencia estaba en que los malos teníamos pasado y los buenos todo el futuro por delante.

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(Madrid, 6 de Mayo de 1999)

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a Jesús Palomero

(de parte de Queta Pando)

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Ah, Jesús Palomero, tú, con tu sonrisa ladeada,

bajo el lado oscuro de la visera de tu gorra verde oliva,

por dónde reirán tus blancos dientes ahora, tantos años después

en que tomo prestado el fantasma de Queta Pando

para reivindicarte en la memoria de un poema.

Ah, Jesús Palomero, la yema de tu dedo

jugueteando con el pezón que asomaba por tu camisa entreabierta,

con esa lasciva mirada que lanza un hombre a otro

cuando se sabe poseedor del pezón justo,

la sonrisa perfecta, y el momento preciso de insinuarlos

como el manjar que se muestra a un indigente

y se le retira en el instante en que extiende su mano,

para dejar flotar en el aire la crueldad entre los cirros macabros de la broma.

Donde quiera que estés, yo estaré contigo.

No te dejaré hasta no hacer mía la justicia del paria

y retendré en mi boca lo que me enseñas cabronamente,

y tantos años después, cuando me sé bien muerto,

te juro que me cobraré con creces, y darás por extinguido del fuego su juego

cuando sientas sobre tu cuerpo una brisa ardiente que te abrase

y no sepas contestarte qué es eso que tanto te sofoca y te deleita,

y que nunca más, ¡ah, Jesús Palomero!, nunca más

volverás siquiera a imaginar de nuevo.

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(Madrid, 23 de Mayo de 1999)

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Madame Pataza, con su larga gabardina negra, abierta al aire como las alas de una mariposa nocturna, nos salvó de una redada inoportuna en la Plaza de la Merced. Corrió a nuestro encuentro sin conocernos, y su alerta fue el grito de un pájaro de plumaje estrafalario que cruza como una aparición el cielo estrellado y tropical, y convierte el graznido en el aviso del cepo hacia el otro esclavo que rehuye al mayoral, desmintiendo así lo despectivo del mundo tercero y las bananas y las repúblicas miradas desde la altivez europea del "sálvese quién pueda".

Madame Pataza desapareció, como nosotros, entre los callejones de la vieja ciudad que quiso burlar a Henry Morgan inútilmente, sumándose a la oscuridad de la noche y la vida como un fundido repentino e inesperado.

A la mala sombra del cepo le cobijó el tiempo y pasados los años reapareció, tan fugazmente como la felicidad: tan sólo para morir a los pocos días de libertad sobre una loza desprendida de los cables de la grúa, como un maracuyá que se tira al aire y hace "ploff" contra el suelo.

Fue la única vez que pisé el talud de la represa, y desde aquella altura casi infinita vi allá abajo su sangre como el plumaje estrafalario de un pájaro tropical que del látigo del mayoral una noche nos salvó, y quién sabe si también de la mala sombra de algún cepo...

Descanse tranquilamente su negra gabardina tan inusual en la brillante noche tropical, "morena, bonita, sensual, que incita a soñar" * con alas abiertas que se echan al vuelo eterno,

libres para siempre en su profundo silencio.

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(Madrid, 23 de Mayo de 1999)

*(Texto de una canción de César Portillo de la Luz)

(C) David Lago González, 1999.

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