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España, camisa blanca de mi esperanza.
(Ana Belén)
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Los negros son felices aparcando coches alrededor de los hospitales.
Con eso tienen bastante, y mucho más que en África;
por distintas razones se convencen así
la izquierda hermosa y la derecha peleona,
y España sigue dividida en dos,
eternamente,
como los cuernos del toro: nunca será unicornio.
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Aquí todo el mundo grita, como en la televisión.
Y las casquerías proliferan más allá de las reales vísceras de los animales.
Vivimos sumergidos entre la utopía y las buenas costumbres,
y las fantasías proletarias sobre lo justo y lo injusto
se multiplican como las mariposas de un amor roto.
“Penétrame más”, dice la loca vieja sobre el camastro del hostal discreto,
“pero no intentes penetrar más allá de mi piel: es coto vedado.”
¿Escudo o carencia?
Siempre odié la caza y los cazadores,
me parece un asunto de pervertidos.
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Los cubanos --también felices, gracias--,
como niña resabiada, imitan a su madre en eso de la separación,
y Anabelle Lee, en la casa de Usher, redecora la fachada
con el dinero que ganó para devolver prestigio y honor
sin cambiar el interior: cual Lampedusa advirtió,
todo se conmociona y varía para retomar la antigua forma
que pedía a gritos el temple de un cambio,
--¿descaro o confusión?--
¡No me hables de esa mujer, atacada por la erisipela!
Mi crueldad merece peores cosas, pero no la semejanza.
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Los hijos de Ceaucescu se excitan como lobos
ante la sangre que se desliza por debajo de la puerta,
como el diezmo que el rico debe pagar por su casa retirada de la plebe;
y los indígenas se divierten emborrachándose
como en un tiempo hicieron los cherokees en sus reservas,
pero ellos no tienen esas piedras verdes con que engarzan pulseras
para los turistas de clase media.
Aquí todo el mundo dice que la cosa va mejor,
como en la televisión.
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El antiguo peón, la puta de siempre,
y la criada hincando rodilla sobre el terrazo,
comparten sitio en Buckingham Palace,
--aseguran los últimos rumores de migración--,
porque, de allende las fronteras, llegó pobre mercancía para sustituir su faena.
No me explico tal diversión de los que fueron y ahora son,
mas cierto será pues todos compensan la miseria exterior con la interior.
Atravesar Montera es como disfrutar merienda en La Granja de San Ildefonso,
una vez decapitada María Antonieta;
Goya con el pincel detenido de puro horror:
aquí todos te venden algo, como en la televisión.
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Bajo mi balcón, frente al barroco Cayetano,
dos chinas pasan el sofoco de la madrugada
hablando sobre sus maridos, creo yo,
en un metálico cantonés que hiere la noche y el sueño.
Los fardos de mercancías son los mismos que vi en Shanghai
la última vez, antes de la invasión japonesa.
Luego vienen los moros y un africano mete una bronca de cocaína
bajo mi puerta; los nacionales se hacen sombra en el zaguán
y roban agua para sus jeringas.
Alguien pasará también insignificante y sin nombre,
pero ésos, ya se sabe, no arman ruido, como en la televisión.
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Desplazando a los chaperos baratos del madroño,
en la Puerta del Sol, una banda de mariachis eleva salerosa malagueña
y con sus voces la sostiene hasta depositarla sobre el lecho del pavimento.
“Besar tus labios quisiera —besar tuuuuus labios quisiera—
y decirte niña hermosa...”
Siento de pronto nostalgia, como si yo fuera mejicano,
de tocar las cuerdas del macho guitarrón,
me confundo, me atolondro,
hasta que una luna japonesa me saca de la infancia:
“please, may you take a picture of a bright full moon in the dark?”
Reculo por Preciados dando la vuelta a obras de incalculable valor
que se eternizan hasta la reencarnación.
Cuando todo se termine, Madrid quedará preSciosa,
como decía la madre de Raúl Ibarra,
y, ¡no podía ser menos!, también la televisión.
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Pasa un cuerpo y pasa otro y pasan dos y hasta cien
— “Pae, afasta de mim esse cálice!”—
y yo que creía que el espigón había muerto,
y en la tarde veraniega me presumo repentinamente vivo,
como San Isidro en el ruedo de la ida y la venida, la sangre,
la ovación del muerto ante su muerte,
la lágrima del vivo por su vida
y la sonrisa de quien se disputa el deber y la discreción.
No me explico por qué el político se obsesiona
en contemplar la luna desde el lado oscuro que nunca se ve,
como si buzeando en un galeón mohoso
fuera a encontrar la obra arquitectónica de Beluca Valdés
que nunca ni siquiera imaginó.
Y hay que pulsar el “mute” de tanto diálogo inverosímil,
inútil, demagógico y chapucero, como en la televisión.
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Ser apestado no es una profesión:
se comienza por la verdad y se termina en la oscuridad;
o en la omisión premeditada, que
del mediocre glorioso son desorden y venganza,
otra forma más de la misma expresión, pero no con dolor
sino con ignoto gozo.
Ser triste arrastra como río nutrido
y tiene su paradero lejano como el suicida:
una vez que ha tomado ese camino no le ayudes,
no te erijas en protector ni amigo, no quieras salvarle.
Además, ¿acaso sabes tú de qué suerte o peligro?
Nadie sabe cuál será el próximo programa,
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como en la televisión.
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(Madrid, 17 de junio de 2006)
© 2006 David Lago González
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