lunes, 9 de febrero de 2009

La lunga notte del '43

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Tom-Collins-Posters

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a la memoria de Olga Andreu

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Amplio bar de copas misteriosas del Havana Riviera.

La gente se mueve con el mismo sigilo del Tom Collins en el paladar:

de un lado a otro de la boca, silenciosamente, antes de seguir camino abajo.

Creo estar en el Casino de Estoril, entre Heddy Lamar y Erich von Stroheim

con el monóculo empañado por el humo del tabaco barato.

Los funcionarios de la Sécurité intentan demostrar indiferencia.

Las sutiles caza-foráneos intentan demostrar indiferencia. Los sutiles hombres

se soban disimuladamente los genitales e intentan demostrar indiferencia.

Los barmen ―aún se respira cierta brisa hollywoodense―

batuquean con cierta indiferencia sus cocteleras de Tom Collins y Alexander's

(no están de moda vulgaridades nacionales como mojitos y daiquirís

―al menos todavía, gracias a Dios―).

El aire refrigerado nos compensa de la pastosidad aplastante de la noche tropical

cuando salgamos de este bar de tráfico de miradas.

Enrique nos presenta y se va con un hombre sutil,

que intenta demostrar indiferencia ante un one night stand derrochado.

Y quedamos la mujer y yo, junto a Tommy y Alexander,

rodeados por toda la aparente indiferencia de la multitud

y nuestra propia apatía, nuestro inagotable cansancio.

Apenas hablamos: ¿respetamos nuestros cotos de silencio

o no tenemos nada que decirnos?

Alexander y Tom se escurren y nadie lo nota. También lo hacemos nosotros.

La acompaño a su casa: la noche siempre es peligrosa

y hay negros, a los que se culpa de todo

(la Isla es ancestralmente racista y todo lo que en su contra se diga es mentira).

A la puerta de su casa me invita a subir.

Bebemos alcohol del proletariado.

Nos sentamos frente al televisor soviético, con nuestros vasos sin hielo,

sin intentar demostrar la indiferencia que nos ha producido la vida.

Y es la larga noche del 43 la que retorna desde Italia

hasta la noche sofocante: el miedo, las delaciones, il facsio,

las huidas, los paredones, los fusiles, la sangre,

y alguna sonrisa. ¡Cuántas coincidencias solapadas!

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Encima del televisor, una pequeña ventana rectangular,

por la que difícilmente podría deslizarse una persona.

Siempre me he preguntado

si esa abertura fue la escogida por la muerte

para llevarte a su morada.

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(Madrid, 2 de Julio de 1999)

© 1999 David Lago González

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