lunes, 14 de julio de 2008

El cielo de China


Desde la milenaria China viajó a las Indias Occidentales hasta recalar en un pueblo azucarero de la mayor de Las Antillas, amontonada en el almacén de Jacob, un judío polaco que supo salvar cuerpo y alma antes de que las chimeneas de Auschwitz tuvieran la oportunidad de convertirlos en cenizas. Allí la descubrió ella en 1945.
Azul y blanca como el cielo; ligera y suave como un copo de lana; y, sin embargo, fuerte y segura, como la intención que se deposita en hacer del amor algo perdurable.
Desde entonces ocupó el mismo espacio dentro del armario, intacta y virgen como el primer día que la vio en el almacén de Jacob.
No participó en el Gran Salto Hacia Delante, ni en la Revolución Cultural, ni supo de Mao Ze Tung mucho más de lo que oyó sobre la Banda de los Cuatro.
Pero silenciosa vio pasar las riberas de otra vida: vio nacer el hijo; vio la riqueza y la miseria; y asistió a la muerte del esposo tendido sobre la cama con el mejor de sus antiguos trajes mientras esperaba aquel forense que se jugó a los chinos la molestia de abandonar su tranquila guardia nocturna por la aburrida rutina de expedir el certificado de la partida.

Casi cuarenta años después de nuevo emprendió viaje, otra vez al Viejo Mundo, pero a la esquina opuesta de donde había nacido. Le tocó entonces cumplir con el deber para el que había sido hecha: proteger del frío peninsular el cuerpo de aquella mujer que al tendero Jacob la había comprado.
Cuando ella murió, fue el cuerpo del niño, ya entonces casi tan viejo como ella, el que tuvo que cubrir, en noches solitarias o de compañía.
Cincuenta y cinco años después, la textura de su lana, el azul y el blanco de aquel cielo se han hecho menos compactos: clarean ambos cuerpos como cuando el amanecer se va abriendo lentamente sobre la noche. Sin embargo, hoy por hoy, ella sola se basta para dar calor a los grados bajo cero del invierno madrileño, y no es menester edredones ni mantas de pelo de camello ni radiadores, ni cuerpos terrestres capaces de proporcionar mayor sosiego.
Hay noches en que verdaderamente me pregunto, un tanto extrañado, si todo se debe nada más a la calidad de las ovejas trasquiladas o si son aquellos que me han querido los que tan livianamente se echan sobre mi piel y cubren las estrellas.


(Madrid, 13 de Enero del 2000)

©2000, David Lago González

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