domingo, 13 de julio de 2008

Minnie Ripperton





Una gata blanca ha escogido mi casa como refugio del verano abandonado
y la prepara sigilosamente como tibia estufa del invierno inminente.
Una gata blanca me ha aceptado para que la alimente;
ha visto en mí la expresión apropiada de la tontería que me torna vulnerable;
se ha dado cuenta de que en ciertas horas, que se hacen largas y tristes,
siento con callada y sufrida urgencia la necesidad de alguien.
No he sido yo quien la ha aceptado ni quien le ha brindado mi casa:
ella entra y sale cuando quiere como si me la hubiese decomisado,
y se restriega contra mis piernas, simula una carita de gata de María Ramos;
salta a mi pecho como un amante mimoso, todo
para hacerme creer que hay un intercambio de afectos
y no una mera demarcación de su territorio
impregnando su olor en cada rincón de mi casa y mi cuerpo.
Su nombre es Minnie Ripperton, como el de la cantante con voz de ruiseñor.
Algunas noches se cuela en mi cama y reposa tranquila a mi lado,
sin apenas molestarme.
Pero otras veces tiene una extraña manera de llamar la atención:
insiste en acercarse a mi boca como si pretendiese besarme.
He pensado que era una suerte de zoofilia a la inversa,
algún mal hábito heredado de alguna otra víctima, y no hay maneras de protegerme:
de nada vale que me cubra con la sábana, que le ponga peor cara de la que ya tengo,
que le hable con pretendida energía, como un padre severo;
ella sabe que no lo soy y se burla calladamente,
aunque he de reconocer que ha perfeccionado la astuta simulación de una caricia
que casi creo humana cuando con su garra izquierda,
férreamente cerrada para no herirme, la desliza por mi mejilla
como si supiera con cuánta necesidad preciso de ese roce tan suave y ligero.
Desgraciadamente, me he dado cuenta del engaño,
y después de varias noches de interrumpido sueño,
ante la insistencia de la supuesta caricia,
he adivinado que sólo era una estratagema para hacerme levantar
y hacerle saciar su hambre nocturna,
puramente animal,
puramente interesada,
puramente humana.


Luego de comer, ni siquiera se ha echado a mi lado.
Y yo me he percatado, entonces, a los cuarenta y ocho años,
acostado en medio de la cama,
de la terrible y patética soledad que siente un hombre
cuando le falta alguien que abra su mano, o la cierre,
y en la oscuridad de la noche la haga deslizar por su mejilla
como la garra de un gato.


(Madrid, 13 de septiembre de 1998)
(C)1998, David Lago González

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