sábado, 19 de julio de 2008

Cuando todos queríamos ser franceses

La vielle Damme indigne



para Marisol,
por su amistad con la vieja dama indigna

a Mila


Silvie entierra a su hombre en silencio.
Reparte la herencia entre sus hijos. Cumple las normas de Dios y de la vieja dama.
Luego queda sola. Descubre la oscura armonía de sí misma en la sala de un cine.
Toma un coche de caballo y pasea por París, o por alguna ciudad francesa cruzada por un río, atravesando a su vez riadas de coches con caballos dentro que la miran preguntándose.
Entabla amistad con una chica de vida alegre y un grupo de bohemios, que la invitan a sus cenas y sus sobremesas, sus vinos y su vida disipada.
Ríe, recuerdo que ríe. Ríe, y decide.
Vende sus pocos bienes; sus hijos se alarman, se escandalizan, la increpan en nombre del padre. Silvie se indigna, y con el dinero de su venta compra un pequeño Renault para ella y sus nuevos amigos, para su nueva vida, y con su amiga de vida alegre marcha en busca de la alegría del mar que nunca ha visto.
Muere, se sobreentiende, creo que una vez cumplido su sueño indigno.
Y Jean Ferrat musita a cada rato la más hermosa canción que le he escuchado.

Faut-il pleurer, faut-il en rire
Fait-elle envie ou bien pitié
Je n'ai pas le cœur à le dire
On ne voit pas le temps passer

―cierra el estribillo―.

-o-

Yo he visto otra historia de indignación.
De escolar pasa a cocinera. De cocinera a hija enfermera. De hija a tía de sobrinos huérfanos y otros llegados con apresuramiento. De tía a modista. De modista a esposa; mientras su marido tala el bosque, ella acomete la diligencia social, visita los bancos, los funcionarios de Hacienda. De esposa a madre. Descubre la comodidad de vestir un pantalón y lo sustituye por la falda.
Con sus manos sostiene la cabeza de la muerte, viste con el mejor de sus trajes su cuerpo, y se avergüenza ante el asombro de no poder llorar nunca aquella despedida.
Cambia su país por otro. Toma el sol de invierno sentada en los parques. Pasa las mañanas hablando con un hombre que sale a pasear con su perro; con una vecina que cuida un niño coincide con la inocencia. Con otra de enfrente, de la edad de su hijo, acude muy temprano a bajar el peso de los años. Luego desayunan todas juntas en un café del barrio, y se ríen.
Después enferma y muere, pero decide cuándo: ¡ya se ha indignado tanto!

Y toda la noche he tenido en la cabeza esa vieja melodía.

Faut-il pleurer, faut-il en rire
Fait-elle envie ou bien pitié
Je n'ai pas le cœur à le dire
On ne voit pas le temps passer

―cierra el estribillo―.


(Madrid, 24 de febrero del 2001)






Baisers volés



Fina piel de cabritilla cubre sus manos sudorosas.
Trata al guante como a una margarita que deshoja.
Cada dedo es un pétalo y cada pétalo, una duda que habla y pregunta.
Toda su mano es una flor que tirita.
Más que con amabilidad,
le tratan como con una condescendencia exasperante y cruel
que contiene malamente en sus mofletes una carcajada.
Es otoño en París, triste hoja en la que se precipita el amor,
o algo parecido, o una mano simplemente imaginada
con fuerza insuficiente para impedir que la hoja se precipite
a la suciedad de las aceras que indiferentes van a lo suyo.
La hoja muerta
finalmente alcanza su destino: el pardo líquido que corre por las acequias.
Larguirucha la figura, recuerda a aquel que luchó contra los molinos.
Sus guantes los coloca sobre el bureau con exquisita delicadeza.
Pero no se deshace del paraguas minuciosamente cerrado
que casi se ha convertido en un estilete.
¡Ha desaparecido! ¡Así, sin más!
Sin una pelea, sin una nota, sin un adiós.
¡Si al menos hubiera dado un portazo al bajar las escaleras!
Pero nada. Y es exasperante no saber en qué ha fallado.
Encomienda al detective que le siga; sólo que le siga,
sabe que ya no vale la pena acercarse,
sabe que ya no vale la pena estar allí
frente a aquellos que ocultan malamente su burla,
sabe que aquel paraguas en el que se apoya aun estando sentado
es más respetuoso con él que la propia vida,
sabe que no hay nada más patético que el corazón de una margarita deshojada.
Su despedida es un exabrupto ante la conciencia de su lamentable sentimiento.

Paga por adelantado.
Sobre la madera reluciente del bureau se quedan los guantes
intentando olvidar las ridículas y temblorosas manos que les llenaban.


(Madrid, 10 de marzo de 2002)







Au pan coupé



a Raúl Parrado


La arista del triángulo desconoce el secreto.
Corta el pan y deja el cuchillo a un lado.
El mantel a cuadros rojos y blancos cubre la mesa del rincón
tras la puerta, los vasos boca abajo, todo limpio y humilde,
pero con una cierta gracia rozando el encanto.
Es una época enloquecida, en que se habla atropelladamente
quizás para sustituir con palabras la ausencia de nada relevante.
Pero esa nada es un todo. Tal vez es que nada es significativo.
Corta otro trozo de pan, y sigue la vida.
Lo relevante y significativo ocurre dentro de nosotros.


(Madrid, 10 de marzo de 2002)






Vivre sa vie



¿Se escoge o no se escoge?
Salvo los bohemios, nadie elige la miseria.
Muros de ladrillos desconchados, policías chulampines.
Correr bajo una lluvia inoportuna,
soportar el peso de la nieve en la madrugada desértica.
Un coche que se detiene, la cintura se arquea.
Enciendes el cigarrillo cuando aquel cuerpo te enhebra.
La jofaina para limpiarte la porquería.
Luego cenas con alguna compañera en un chino de mala muerte.
Y de nuevo apóyate contra el muro de ladrillos desconchados,
policías arrogantes, lluvia, nieve de plomo, coches, rostros,
cuerpos, sábanas, baboso olor del semen que no se quiere.


(Madrid, 5 de abril de 2002)





(C) David Lago González

2 comentarios:

Verónica dijo...

Hay algo en estos escritos sobre la vielle dame qui m'a fait pleurer... y pienso que puede tener que ver con lo armonioso de las historias tristes y lo que el estribillo anuda. (Faut-il pleurer?)
Gracias y saludos,
Verónica

Jo Ruiz dijo...

Por lo que veo también tú sientes nostalgia por ese gran cine francés de los 60-70...La vieja dama indigna, una película que me impresionó cuando la ví, creo que la dirigió René Clément, el mismo de A pleno sol.