jueves, 27 de noviembre de 2008

4 C - 4 C

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Como en cualquier otro círculo cerrado,

en estas galerías y cubículos

la imitación de la vida dispone el azar del solitario.

Saluda todas las mañanas con un “buenos días” formal y patético,

y víctima y homicida están convocados

en la punta de una aguja,

como la belleza y el espanto en un huso emponzoñado.

Cada mañana entre diez y once, la camarilla de las Makarenko

pasa revista a la observancia de sus preceptos: como en cualquier estado de sitio,

no se permiten ideas propias ni palabras que provengan del corazón.

“Cada uno deja lo que tiene”, dijo una muy fina, con cara de arpía,

refiriéndose a ciertos pudores que salen al exterior irreflexivamente.

Cada uno deja el recuerdo de lo que es,

cada uno deja el pálpito de lo que siente,

cada uno deja la delicada burla de sí mismo en su sonrisa,

en las frases que dice y omite, en los golpes que esquiva,

en las humillaciones que simula,

en el silencio con que cubre la mala sinceridad.

Hay buena y mala sinceridad, las arpías lo saben bien.

También lo saben algunos ángeles buenos.

Malvada transparencia fue la de la limpiadora

en cuyas arrugas deformadas por la contracción del enojo

se leyeron unas líneas dedicadas al demonio

para que de mí hiciera uso, o abuso, cualquier cosa,

a pesar de mis excusas por la sangre que me envenena.

Nunca podré olvidar que la mujer parecía pronta a la huelga

y habría matado si un esquirol se hubiera cruzado en su camino.

La 4 C se debate entre la caridad y la repulsión,

entre la rutina y la sonrisa amable,

entre el dictamen rígido y el juego al escondite

antes de que pasen los monarcas que no deben ver súbditos enfermos.

La cama –jergón para el descanso o lecho de muerte— rueda

por el pasillo como un patinete en busca del espacio vacío detrás de la puerta.

Aquí la presencia también es importante:

el salón debe estar ordenado,

la mesa con el mantel bordado que conjugó mi madre

siguiendo el patrón de La Familia.

Aunque la apariencia no impide

que, con una ligera discreción y el párpado entornado,

el espíritu se anime con resinas pestilentes

o una delicada nieve sobre los hombros de quien pasa siempre alegre

y habla sin cesar del fin del mundo y de su primer recuerdo

enhebrando hilo, aguja, un botón de nácar y una chapa con dos ojetes.

La voz quemada del aluminio en su fina hoja de papel

muestra un pedacito del infierno, cierta luz del paraíso,

y un patio trasero lleno de cacharros y flores muertas.

Aquí se llega para vivir o morir,

y en los festivos días del desentendimiento,

cuando la pradera se anima con las voces de los niños,

mandan las sombras fuera, a deambular entre el basurero

y las hojas que se arrastran por el suelo de los parques

cuando el otoño llega corazón adentro.

La tarea consiste en distinguir los colores primarios y los tonos,

y aprender de la serenidad con que pasan de unos a otros.

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(Madrid, 20 de mayo de 2008)

© 2008 David Lago González

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