viernes, 31 de diciembre de 2010

La última década

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1910 Boy With Camera

Boy With Camera, 1910

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Acudiré al año nuevo discretamente,

como las señoras con tacones cuando entran a la iglesia

y llegan tarde a misa,

y van sorteando la apoyatura de los bancos

con un cierto bamboleo de avión en el aire

(no se dice si camino del altar o del urinario).

El paseíllo triunfal de retirada,

concluido el arduo happening de una existencia

matizada por maderas preciosas de oriente;

verdes mares somnolientos donde la mirada

en vano procura el azul, celeste o marino,

o simplemente el turquesa de una sangre venida a menos;

y al final de los finales, existencia pues

rematada por la sorpresa infantil de la nieve.

Nunca comenzamos, y siempre estamos terminando.

La vida es la continuación de algo que ni siquiera imaginamos.

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Para esta noche en que asumiré el retorno a la patria

pequeñísima e insignificante que me aguarda

tras la sombra de la begonia gigante de la perdida casa,

dispondré de un copinho de barro donde escanciar el ribeiro

y atenderé con los ojos cerrados

los boleros arrebatados de una diosa bahiana de pies descalzos

que en mi juventud me insinuó la senda del presentimiento insospechado

hasta en madurez llevarme al torso donde expuse mi muerte.

Benévolos y generosos, Alláh, Jesús de Nazaret, Yahveh, Ahura Mazda,

y el Olimpo numeroso, colmaron los cuernos de abundancia y corazón,

y hasta por nombre el del segundo Rey de Israel me dieron,

que significa ser “amado”; y no hay mejor amante

que quien se sabe amado por un misterio inexplicable.

Candles, cirios y velas de aromas añadidos

prenderé al anochecer, y las primeras horas serán un pétalo

que hará de barca hacia ninguna y todas partes.

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Versos te he escrito, borracheras en las que he perdido la conciencia y el honor;

mi corazón te he dado, pero nunca pude –infeliz de mí –

cantarte una simple canción de amor.

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(Madrid, 31 de diciembre de 2010)

© 2010 David Lago González

martes, 28 de diciembre de 2010

rose is a rose is a rose is a rose is a rose

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© Mª Gina Valero Ortiz

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Rose is a rose is a rose is a rose*

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Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, dijo una vez la señora Stein,

y, como orondo mármol, quedó hecha efigie en Bryant Park,

donde la visité el pasado año en el verano moroso de New York.

Para la misma media estación del año actual, María Gina

me enseñó que una naranja puede también ser una rosa --o viceversa.--

Pétalo y corteza se fundieron en el recuerdo de La Garrotxa

en el efímero arte de la naturaleza

sin descifrar antes el sabor de los volcanes dormidos

que yacen bajo el verde deslumbrante de la hierba.

Aunque no se vean, ellos están ahí, me dijo

mientras el atardecer nos caía sobre Santa Pau

y el hombre de la cebolla profetizaba el clima.

La luna entonces asomó sobre el cielo como un gigante,

y en la terraza donde bebíamos cerveza

entró la noche invitándose a sí misma a compartirnos,

y una noche es una noche es una noche es una noche,

como una rosa con su corteza secándose al sereno

o una naranja con los pétalos blancos.

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*Gertrude Stein

(Madrid, 28 de diciembre de 2010)

© 2010 David Lago González

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© Mª Gina Valero Ortiz

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martes, 21 de diciembre de 2010

(versos para terminar el año)

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Corre las cortinas, va a terminar el año.

He colgado una pashmina cubriendo los cristales del ventanal del balcón.

Tiene colores alegres pero desvaídos,

como mujeres de Malí alejándose por las dunas

mientras las pinta Barceló.

Me gustaría que Miquel te pintara como te veo yo,

sólo él podría hacerlo con los ojos

que tengo escondidos en el corazón.

Corre las cortinas. Ven,

y échate a mi lado. ¿Quién eres?

¿Quién fuiste, qué no serás ya más?

Después de tantos y tantos años, va a terminar el año.

Duerme, es mejor.

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(Madrid, 21 de diciembre de 2010)

© 2010 David Lago González

Inevitable

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Pleasure by Thomas James Corcoran

Pleasure by Thomas James Corcoran

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Si no fueras el mar,

serías la balsa.

Si no fueras la balsa,

serías el náufrago.

Si no fueras la ola,

serías la espuma.

Si no fueras el vestido,

serías el cuerpo.

Si no fueras el fuego,

serías el recuerdo.

Si no fueras tú,

sería yo.

Lo inevitable somos,

no pudo ser de otra manera.

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(Madrid, 21 de diciembre de 2010)

© 2010 David Lago González

domingo, 12 de diciembre de 2010

(A PROPÓSITO DE LA NAVIDAD) ESTAMPAS

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Estampas

Todos en Navidad somos un poco Magos

Iosif Brodski

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a Gisela,

intentando reparar en cierta forma mi incapacidad para contestar su “Christmas card” de cada año

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Cuando la familia es numerosa, multi e internacional, los panes se reparten para que toquen a todos, así la Nochebuena tocaba un año en nuestra casa y otra en la dacha de mis padrinos, en el apeadero de Wooden.

En nuestro año, disponíamos a cielo raso una mesa tan larga como la noche, ocupando el pasillo de punta a punta. Y mientras el cerdo se asaba en el horno de la panadería, las mujeres se ocupaban en preparar el congrí y cocer la mandioca, entregándose al milagro de esponjear las frituras de malanga y rozar la sabiduría de Matusalén al mezclar con precisión los componentes de los buñuelos, amasarlos, y dejarlos reposar con figura de ocho antes de echarlos al aceite, allá por el atardecer.

El casabe se humedecía con agua salada minutos antes de sentarnos a la mesa, justo entrando los panaderos con el lechón en su planchuela de metal.

Al siguiente año, era la matanza en el pueblo.

Se pagaba a un mozo fuerte que le clavara certero y sin titubeos el puñal al puerco, sobre la mesa rústica, bajo el guayabo oloroso.

El calor de las pailas con agua al fuego era sofocante y se disponían a un lado las navajas para afeitar la piel del cerdo.

Los hombres lo aguantaban y el moreno grandote lo ultimaba.

Lo colgaban del naranjo hasta que vaciara toda su sangre en una cubeta para luego freírla y enloquecer a mi madre, que ya de por sí andaba medio loca.

Las mujeres preparaban un mojo con ajo, aceite y limón.

Y cuando el cerdo estaba seco sequito, lo empalaban y lo asaban a púa, muy lento muy lento, sobre carbón vegetal y ramas de guayabo, untándole el mojo con una brocha de pintar las paredes, sin mucho miramiento ni finuras, y nadie, que yo sepa, murió de indigestión.

En las islas no se andan con tanta mierda.

El mozo fuerte, además de ensangrentado, terminaba borracho, bien borrachito, y si no se quedaba a cenar, se llevaba su buen trozo pa’responder a la resaca del otro día.

La mesa se armaba en escuadra, bajo el cobertizo del patio interior: las orquídeas atardeciendo cuando los jazmines y la madreselva amanecían de olor.

Mi padrino, canario inolvidable, gustaba empapar las migas de pan en la copa de vino tinto.

Y veníamos e íbamos de la ciudad al pueblo y del pueblo a la ciudad, y de más allá, de más lejos, venían los Fagundo con dos barrigas, como era menester (decía el patriarca León Fagundo), para hacer frente a la comilona y regresar ilesos a la inmemorial Sefarad del trópico.

Y en las noches viejas, cada 365 días, nos veníamos a la Galicia de La Esmeralda, a lo que quedaba de aquel viejo Hotel “Cuba y España” que se hundió con el crack del 29. La Ermitas daba vueltas como una meiga a una mágica poción llamada “sopa”, mientras los dos patos que antes cuacaban por el patio trasero se asaban rellenos de melocotones y nueces y cosas raras que yo no alcanzaba a comprender, y ni siquiera me preguntaba. Mi padre y Goyanes sí se preguntaban por lo que se avecinaba, mientras brindaban con fino el desfile de casi todo el pueblo que pasaba a desear el buen año.

Lucita hablaba y hablaba sin parar, con los gatos, con nosotros, con Cuca la de Farnot, y hasta con las plantas que se abarrotaban en el patio interior dejando entre ellas solamente ese espacio felino y elástico que ni siquiera los niños podíamos atravesar.

Enrique, mi primo, que ocupaba dos habitaciones contiguas del antiguo hotel, había pintado a escala natural la impresionante figura de Mae West, que le miraba desde la pared mientras dormía.

El extenso ramaje del aguacatero daba sombra al patio primero y al segundo, y paría frutos de dos kilos, como retoños de hombre.

Y a las doce las uvas; entonces nos la comíamos tranquilamente, sin esa precipitación que nos imponen desde la Puerta del Sol, antihumana, contra natura. Las uvas había que saborearlas lentamente, para que cada mes nos fuera lento y sabroso, nos fuera suave y nos ayudara a vivir.

Y por eso yo creía en los muertos, porque todo aquello sucedía en una vida que transcurría más allá del mundo, más allá del hombre y sus miserias, y toda aquella gente, y hasta el mozo fuerte que terminaba borrachito borrachito, éramos no más que magos, y a partir de entonces lo que en adelante contáramos quedaría siempre entrecomillado por lo inverosímil, lo dudoso y los trucos del sombrero de copa que se llamaba Navidad.

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(Madrid, 25 de mayo de 2000)

© 2000 David Lago González

domingo, 5 de diciembre de 2010

LA PAZ DEL MUNDO

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Hay algo admirable
en la forma que posees y te entregas,
en las maneras en que eres poseído y te das.
Hay algo natural,
un río que corre ausente y bucólico,
un hilo de agua que se desborda y nos ahoga,
y su corriente nos arrastra como a un conductor osado
o poco precavido, o demasiado confiado en su sabiduría y su templanza.
No te cuestiones si duermes
del lado izquierdo o derecho de la cama,
boca arriba, boca abajo, de lado.
No cedas a los bibliotecarios,
a los míseros estanqueros de libros amarillentos
como lo que una vez fue el blanco desde donde reposan sus ojos;
espían, fabulan, se mofan y ocultan sus propias miserias.
¿Cómo podemos ser tantos a la vez, si sólo somos tú y yo?
Es que somos muchos, muchos más
de los que jamás podremos imaginar.
La paz del mundo, Antonio, existe cuando duermes a mi lado.

Abrázame.

(Madrid, 20 de octubre de 2006)

© 2006 David Lago González

viernes, 3 de diciembre de 2010

In my solitude

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Eric Rondepierre

© Eric Rondepierre

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La soledad es una pared llena de fetiches, de ídolos fracasados, de gente hermosa y palabras proféticas. La soledad es el traspaso del tiempo al espacio con palabras inservibles. Son también recuerdos.

Recuerdo que para darme la bienvenida al Viejo Mundo --que entonces para mí era el Nuevo, --unos amigos escogieron enviarme una postal que dibuja un hombrecillo que vuela en sentido contrario al de los pájaros y todos se miran perplejos, como preguntándose cuál es el rumbo adecuado.

Sin duda, mis amigos son, por lo menos, gente un tanto peculiar que gusta de decir la verdad con fina ironía, o simplemente observan las circunstancias que nos han convertido en raros especímenes en franco desarrollo de desaparición.

Nos desarrollamos para desaparecer, nos diversificamos para esfumarnos en las oscuras habitaciones donde revelamos los negativos que nos negamos a mostrar a la humanidad, a esa humanidad tan ávida de fotos a todo color y gente siempre sonriente, botellas de Coca Cola, sombreritos graciosos y pitidos agudos que inundan el silencio, ese silencio que podría ser tan hermoso si esa humanidad no se empecinara en aparentar la máxima expresión de la felicidad.

La soledad es una pared de la que cuelgan unos pocos recuerdos salvados del naufragio --no olvidar que yo he sido uno de los supervivientes del Titanic del futuro, y mi flotador todavía milagrosamente me sostiene sobre el agua, sin duda porque el material utilizado a principios de siglo no era esa basura con la que ahora no sabemos qué hacer, --pero los recuerdos, propiamente dichos, en sí son pocos:

unas fotos de mis padres, siempre jóvenes y alegres, pues la agonía forma parte de los negativos y de los cuartos de revelado; una foto de su boda: una ceremonia campestre de suaves enramadas y una "chusma" --bautizo recibido por boca de mi madre --que se coló y bebía cerveza a pico de botella como los norteamericanos del estado de Texas, algo definitivamente impropio para celebrar un hecho que en aquellos tiempos marcaba tanto la vida, incluso a veces hasta para siempre. Y la palabra "siempre" es cosa seria.

Está también un soneto que me dedicó Rogelio Quintana por alcanzar la libertad de abandonar para siempre --cosa seria --el Nuevo Mundo, tan nuevo y moribundo desde siempre.

Un dibujo que Enrique me hiciera con una vieja máquina Underwood.
Una foto de su boda con Gisela. En el reverso, Enrique había escrito: "A quien pregunte, dile que es un gigoló de mil dólares la hora", lo que denota una excesiva valoración de sus dotes amatorias y al mismo tiempo la sospecha de que ya la boda en sí no era una cosa tan seria y se evidenciaba que no sería para siempre, como las bodas de antaño bajo románticas y suaves enramadas.

Y hay un recuerdo muy especial y profético que hace 26 años escogió para mí una bruja amiga inolvidable. Son unas palabras de Vallejo cuando pasaba hambre en París, y es preciso que las repita ahora, en mi soledad, que es también la vuestra si por unos minutos queréis compartirla y así hacemos sonar estas inermes palabras, estas indefensas voluntades, como un coro que recita la incapacidad para a veces hacernos con la vida.
Vallejo dice:

"...Tengo que ver de agenciarme la vida. Yo no tengo, en verdad, oficio, profesión ni nada. Sin embargo, ¡tengo afán de trabajar y de vivir mi vida con dignidad, Pablo! Yo no soy un bohemio: a mí me duele mucho la miseria y ella no es fiesta para mí, como lo es para otros. Usted ha vivido mi situación en París. ¿Es que acaso no quiero trabajar? A Las Usinas he ido muchas veces. ¿Será que he nacido desarmado del todo para luchar con el mundo? Puede ser. Pero ese sobresalto diario viene a dar directamente en mi voluntad, y la apercolla y parece haberla tomado de presa preferida. En medio de mis horas más terribles, es mi voluntad la que vibra, y su movimiento va desde el punto mortal en que uno se reduce a sólo dejar que venga la muerte, hasta en punto en que se intenta conquistar el universo, a sangre y fuego."

Y poco más que pueda llamarse recuerdo: unos versos de Rolando Morelli agradeciendo su estancia en mi casa --un acto casi propio del diecinueve --con un tenue soneto de una hoja que cae sin dolor, tal vez algo así como una manera dulce de ver la muerte.

Y una foto que tomé a Segovia el 5 de Abril de 1983, un día de nieve inolvidable.

Lo demás son aditamentos: la soledad también se adorna para no parecer tan sola.

Hay una foto de Hemingway, que fraudulentamente siempre escribía sobre esos cuerpos en transición que no eran sino el suyo propio. Su esfuerzo por demostrar la hombría a toda costa ocultando su impotencia ante sí mismo y la tragedia del falo menguante. Es un descanso en una cacería, y al lado reposan su hijo, su escopeta, un río, y el tiempo.

Luego le sigue esa bella foto de James Dean con impermeable negro paseando bajo la lluvia de New York un día que debió pertenecer al otoño (la estación más apreciada por los cuerpos en transición, de los cuales, sin duda él formaba parte).

Una foto de Blanquita Amaro en "Bella la salvaje".

John Wayne siendo joven, antes de que se despeñara por las colinas irlandesas tras la pelirroja Maureen en su única película memorable.

Los cuatro Beatles con el espacio en blanco de John, ya traspasada la transición de su cuerpo.

Un extraño dibujo de Isidro Carnicero que representa una lid torera en la que rejoneador y toro cuelgan de unos globos, por encima de una multitud que parece aclamarles o simplemente llamarles "locos".

Van Morrison.  Jack Lemmon y Tony Curtis en "Some like it hot".

Lezama contrastando opulencia y poesía contra una fachada descascarada: en fin, la misma realidad que le tocó vivir.

"Rocco e sui fratelli", en ese instante en que la madre se cuelga de Rocco, como colgándose del cuerpo ausente de Salvatore, y nos brinda esa clase de llanto que sólo los sicilianos son capaces de servir en las frágiles y apasionadas copas de sus corazones.

Y Thomas Mann. Y Elvis Presley en sus primeros tiempos, años 54 o 56, cuando aún bajo la guitarra se podía presentir el volante del camión que conducía en Memphis, estado de Tennessee.

Y Marilyn diciendo: "No me gustan las playas para ponerme morena: me gusta ser rubia", lo que en realidad era mucho menos imaginativo que la frase de Queta Pando: "Si tengo una sola vida, ¡déjame vivirla rubia!".

Ah, y no olvidar a Harvey Keitel con el torso desnudo: esos pezones que nunca morderé.

Humphrey e Ingrid en ese justo momento en que él dice: "From all the gin jails in all the towns all over the world, she walks in the mine. Play it for her and play it for me! Play it!" Y Dooley Wilson comienza a recordar que un beso será para siempre un beso, y un suspiro un anhelo… por toda la eternidad.

Y hay espacios vacíos. Todavía cabe más para llenar la soledad.

Una planta voraz y carnívora que nunca se sacia.

Algunas veces, cuando escribo frente a ellos, me quedo mirándolos y me pregunto si realmente representan algo; cuando todo pasa tan velozmente que apenas si podemos retener estos trozos de instantáneas que una vez fueron hechos, personas, palabras y besos,

y hoy simplemente quedan colgados de una suave melodía de Duke Ellington que se disuelve en el recuerdo del día de ayer que apenas si logramos devolver a la imagen que queremos evocar, cuando queremos evocar algo…

en nuestra soledad.

© 199… David Lago González

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In my solitude you haunt me
With memories of days gone by
In my solitude that never die


I sit in my chair
And filled with despair
There's no one could be so sad
With gloom everywhere, I sit and I stare
I know that I'll soon go mad

In my solitude, I'm afraid
Dear Lord above
Send back my love

I sit in my chair
And filled with despair
There's no one could be so sad
With gloom everywhere, I sit and I stare
I know that I'll soon go mad

In my solitude, I'm afraid
Dear Lord above
Send me back my love

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domingo, 14 de noviembre de 2010

Todo vuelve a ti

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LA GARROTXA_Calzada romana (11)

(Catalunya, La Garrotxa, El Munchen, vado en la calzada romana)

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Todo vuelve a ti

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                                                                                                                                                                         a Mª Gina Valero Ortiz y su esposo Eugenio,

                                                                                                                                                                                       en gratitud por la estancia en su casa

                                                                                                                                                                                      y por haberme mostrado un hermoso fragmento de Catalunya

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Ahora que empecé a irme, sin un céntimo

en el bolsillo, sin nalgas con las que rellenar el trasero de los pantalones,

sin revoluciones que emprender

ni revoluciones a las que oponerme, repito

el principio de la aventura

con la certeza de que algo que llevo dentro

sale a tomar el sol conmigo cada mañana

y, de regreso a casa, vuelve a meterse en mi pecho

y queda así conmigo por el resto del tiempo.

Compro otra vez aquel viejo callejero Falks

que todavía se esconde por los cajones,

y cuando termino de lavar los platos en el chino,

entre la comida y la cena,

me estreno en el descubrimiento a la inversa

del nuevo mundo que exótico se extiende ante mí

como un universo a conquistar.

¡Nadie es capaz de imaginar mi felicidad!

¡Nadie puede medir mi asombro!

¡Nadie puede oír cuán alto ríen mis pulmones!

¿Es esto lo que llamaban “libertad”?

Pues bienvenida sea a mi casa a cuestas,

al verso plácido o al abrupto,

a la tristeza o al contento

de un anónimo que roza la ilegalidad de los papeles,

a la espalda adolorida, a los pies candentes

que echan chispas de curiosidad en cuanto pueden escaparse de su cuerpo.

La libertad es una simiente: si esa semilla no se alberga,

nunca brotará, nunca crecerá y nunca dará sombra.

Hay hombres que no lo saben,

que creen que absolutamente todo depende de las circunstancias,

y si logran salir de un espacio cerrado

a la larga vuelven a inventarse otro para rumiar la frustración,

la desilusión de no saber que son reos de su propia cárcel.

Y así, si atrás dejaron un amo,

se buscan otro nuevo al que rendirle pleitesías y honores.

Y luego protestan, dan conferencias, reclaman y exigen libertad.

Camino las calles de Madrid en la bendita mañana de mi soledad.

Hablo con mi máquina de fotos, la convenzo

para que llegue a los lugares más disímiles,

y me devuelva una instantánea de mis sentimientos.

Le señalo la presa a capturar, el olor del rastro a perseguir,

como si fuera un perro adiestrado en el rescate de los cuerpos perdidos.

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Ahora que empecé a irme, respiro cada gota de aire

como una golosina de chocolate que se deshace

por la osamenta en ruinas de la boca. Y el día

nunca es suficiente, sólo tiene veinticuatro tristes horas

para agradecer el minuto en que subí a la nave de las estrellas,

guiado, eso sí, por esa otra que me acompaña desde que nací

y sin la cual no vería el firmamento.

La sólida madurez se agrieta, se solera, en el mosto informe de la infancia.

Los caldos sosiegan sus posos.

Todo vuelve a ti, St. John Perse.

Tú eras la libertad.  Elogiados sean tus versos.

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(Madrid, 12-14 de Noviembre de 2010)

© 2010 David Lago González.

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viernes, 12 de noviembre de 2010

Eufemismos

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Graffiti - Capitol Hill, Seattle

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Eufemismos

David Lago González

 

En Estados Unidos les llaman “homeless”; aquí comenzaron a llamarles “sin techo”. Sucedió como con las criadas, que pasaron a convertirse en “asistentas del hogar” sin que la carga del trabajo variara consecuentemente de acuerdo a la elegancia del eufemismo. Al mundo desarrollado no le gusta tener indigentes, menesterosos, pordioseros, limosneros, basura de un pasado impropio, y les re-bautiza con ese calificativo equívoco ―yo diría que hasta piadoso (falsamente, claro está)― que pretende imponer una dignidad a la indignidad. Incluso he de admitir que hasta a ellos mismos parece ayudarles en cuanto a la explicación, si es menester, de su propia situación: “estoy en la calle” no es lo mismo que “vivo en la calle”: en el espacio entre las dos frases sobrevuela una nube de transitoriedad. La única verdad es que el individuo está y vive a cielo raso, pero entre ambos verbos existe una débil, sutilísima línea divisoria, que otorga a aquel que ha llegado a tal punto un cierto ardid que le permite escamotear y escamotearse la cruda realidad.

En los últimos tiempos, la casualidad ―o yo qué sé cómo llamarlo― comenzó a introducirme lentamente en ese grupo. Empecé a ligar con “homeless”. Evidentemente era un detalle personal que desconocía en su punto de partida, o de inicio, porque aunque no usaran smokings tampoco enseñaban harapos. No todo el mundo tiene obligación de ir siempre bien vestido, y con andar “arreglao, pero informal” ya es suficiente. Quizás preferible, según mis gustos.

El primero fue aquel que me pidió “la voluntad”. Un chapero es implacable y propone un precio de acuerdo a su tarifa de auto-valoración y por eso dudé, pero, por esos recursos mentales que se busca uno pretendiendo encontrar justificaciones y comprensiones, pensé que quizá había dado con alguno que había alcanzado su noche buena, el lugar adecuado en el momento justo (no sé si él o yo), o le sobraba el dinero, o se había vuelto loco, o había decidido esa madrugada cargarse a alguien o robarle o sabe Dios qué, o que había bebido más de la cuenta y le daba lo mismo irse a la cama por más o por menos. Imaginando que mi proposición no avanzaría ni medio metro fuera de la boca y que tal vez sería repelida con un insulto, le transferí mi profunda y triste verdad: “mi voluntad, para desgracia de los dos, no puede sobrepasar las cinco mil pesetas”. Mas, para mi sorpresa, él accedió, y nos fuimos a casa.

Resultó ser excesivamente cariñoso y entregado, lo que me hizo volver a recelar de su perfil profesional. Nadie que cobre ―aunque sean cinco mil pesetas (incluso peor aún si son sólo cinco)― se da de forma tan inmediata, casi ansiosa. Y resultó todavía peor al final de todo porque rechazó el uso de preservativos, lo que añadió otro punto a la lista de las dudas: a no ser que estuviese infectado y fuese malo-muy-malo, los chaperos se cuidan porque, al fin y al cabo, el cuerpo es su medio de vida. Y en una de esas volteretas ―de la cama y de la vida― se lo pregunté, y fue entonces cuando supe que no se dedicaba a ello como “carrera”, sino porque estaba en la calle.

Le di mi teléfono.

Al cabo de un mes, llamó. Volvimos a vernos, y volvimos a casa. Esta vez no me pidió la voluntad. No me pidió nada. Había mejorado, parecía. Venía muy bronceado, pero no apaciblemente tostado por un sol de playa sino como quemado por uno de rigor: campo, castigo, trabajo. Me dijo que había estado en la vendimia y que, como me había prometido en el encuentro inicial, esa segunda vez no estaba en venta. Me alegré por él y por mi bolsillo, que seguía sin andar todo lo bien que habría querido yo.

Descendimos a esa zona desértica y al mismo tiempo selvática llamada colchón, donde dos hombres pueden luchar espléndida o lamentablemente, poniendo a prueba todas sus fuerzas, mañas o torpezas; pero a la media hora fue rendido por el sueño. Dormimos ―durmió él, para ser exacto― muy abrazados, y en la duermevela de la temprana mañana me fue desperezando la irrupción de otro despertar que fue cobrando cada vez más dureza y consistencia hasta perderse en las profundidades de otra oscuridad. Así se asomaba y se escondía, como un sol que juega a ser luna y la mañana pasa a ser noche; y la noche, día; y si cierras los ojos, amanece; y si los abres, desaparecen las siluetas, tragadas por las dunas y la humedad del vado, sin saber qué cosa es arena y qué cosa barro.

Continuamos viéndonos. Unas veces le veía más presentable, otras peor. Me llamaba y me pedía que bajara a buscarle a Madrid. Tomaba el metro y él me esperaba en Sol, en la puerta de la cafetería Rodilla. Algunas noches cenábamos en mesones; una, en un restaurante de comida cubana. Otras noches subíamos a casa, pero sólo repetimos sexo dos o tres veces más, porque a medida que avanzaba en tiempo y en distanciamiento aquella relación, el olor de sus pies se multiplicaba de forma tan geométrica que me impedía la erección, el placer, y hasta la mismísima abstracción mental era incapaz de sobreponerse a la olfativa. Aceptaba dinero si se lo daba, pero no me lo pedía, salvo cuando se marchaba a Alicante o Valencia, no sé a qué, suponía yo que a algún trapicheo de drogas, cosa de poca monta; entonces, a veces me llamaba desde esos lugares para que le girara lo que pudiera a lista de correos y así poderse volver a Madrid. Yo habría querido ser tan pragmático como otros muchos, incluso tan grosero como tantos, pero, no sé si por cuestión de latitud o de sensibilidad, carezco de esas virtudes. Él me decía que nadie había hecho por él lo que yo. Posiblemente tenía razón. Pero eso me lo han dicho otras tantas veces y de nada me ha valido. Yo nunca lo he hecho ―decirlo, quiero decir― porque, por mucho que pueda ser la gran verdad de la vida, despide un cierto tufo a falsedad, a frase hecha, que tira más para atrás que el olor de aquellos pies, sus pies.

Así que la cosa siguió. La última vez que le di dinero quise ponerle a prueba: se lo presté. ¡Qué tonto!, dirán ustedes. Bueno, sí, pero se lo presté porque decía que había encontrado un trabajo en una pastelería y necesitaba dormir esa noche en una cama para poder trabajar a la siguiente y yo no quería traerle por lo del olor. Entonces desapareció dos meses. Pensé que nunca recuperaría aquel dinero, pero que al fin me había librado de algo que yo no podía solucionar.

Me equivocaba, en cierta forma. Un día inesperadamente llamó y me contó que trabajaba de vigilante, en un sitio por el día, y por la noche en un edificio en construcción. Se había alquilado una habitación en un piso de Villalba por 35.000 pesetas; seguía casi sin dormir pero esta vez por el esfuerzo de levantar cabeza, y quedamos para vernos esa noche, y me pagó el dinero prestado, y me invitó a cenar “pulpo a feira”, que sabía que me gustaba mucho, y pagó él. Pero yo no le dije nada de lo que ya se me avecinaba. No sé si continuó llamando después.

-o-

El segundo y el tercero no cumplen rigurosamente ese orden porque los tres se van sucediendo y alternándose con el primero, pero entre sí mantienen el rigor de la aparición. El segundo no era precisamente un “sin techo”, pero iba tan aceleradamente soltando tejas a lo largo de su vida que pronto se quedaría a la intemperie. Tuve que esperar a que otro que estaba hablando con él, desistiera ―pensaba yo, pero al poco rato comprendí que, más que desistir, se habría cansado― para acercarme yo.

El chico hablaba, hablaba y hablaba sin parar e iba de la metafísica al coqueteo con una facilidad pasmosa. Era obvio que, además del fuerte olor a alcohol, había algo blanco en aquel fondo que contenía el líquido de la noche. Cuando le dije de venir, me llamó loco, que si no sabía todo lo que pasaba por ahí, que yo no le conocía ni él a mí, que éramos dos desconocidos, strangers in the night, agregué, sí, dijo, y de ahí saltó a Chiapas y la globalización, y hasta nombró a Degas y todo, y yo me pregunté qué tendría todo eso que ver con una simple proposición deshonesta. Entonces me pilló el acento y empezó con la retahíla de naciones hispanoamericanas, yo negándolo todo, incluso cuando pasó por la mía, hasta que le confesé haber nacido en las Indias Occidentales, y él, ¡joder, qué exotismo!, y yo, pues sí, y él, pero no serás de los mismos que se volvieron con Colón, ¿no?... Y ahí ya me fastidió el juego porque adiviné que al menos un poquito de historia parecía saber y, aunque la sutileza de la ironía hizo aumentar los jugos gástricos de una cierta maledicencia y atracción retórica, comprendí que esa noche yo simplemente quería ir donde estuviera la acción y no la palabra. Y le dije adiós,

“que de ti no tengo interés

en saber...

naaaaada,

naaada,

naaaaaaada”.

Mentira cochina. Cuando pasado un mes (fue él quien me recordó el tiempo exacto) me lo encontré en Black & White, me acerqué a saludarle. Dice un amigo que a mí me encantan los bajos fondos; yo atenuaría la inmersión en su lacerante implicación ética diciendo que siento una inquietante y tal vez insaciable gravitación hacia el enigma, tan inexplicable como el enigma en sí.

Estuvimos bromeando con el recuerdo y con un derroche de palabras entalcadas que salían vertiginosamente por aquella boca, hasta que yo me volví a mi vaso de vodka, objeto que me parecía más fácil de retener que cualquier otro; y más tarde, al cabo de unas dos horas, volvimos a coincidir en otro sitio, en otro sitio que podría bautizar como “la parada de los <homeless> encubiertos”. Esa vez nos fuimos juntos.

Nada más entrar en el salón se detuvo ante la reproducción del Jardín de las Delicias, del Bosco, e intentó entrar en el detalle de todas las visiones que pueblan el cuadro y colmaban la imaginación desbordada del pintor. Ante tal amenaza, le previne que, además de ya conocer sus significados, prefería que me mostrase su erudición en otro terreno, pero, no obstante, le señalé algunos originales que colgaban en el salón, regalados por amigos pintores. Fue entonces cuando me confesó que él también pintaba, que era del grupo catalán de Mariscal y compañía, y yo le pregunté qué pasó pues, y él me dijo los demonios, tío, los demonios, tú no te imaginas lo que es eso. Más o menos alguna idea se me iba formando ya cuando él me interrumpió para preguntarme, casi asegurándoselo, pero entonces tú amas la pintura, ¿verdad?... Tanto como amarla amarla, con esa pasión que tú pones en la pregunta, no lo sé muy bien, pero admiro y me gustan muchas cosas, dije. Y él me pidió ―e insistiría durante toda la noche y a la mañana siguiente― que le buscara algún sitio para exponer sus cuadros porque le habían propuesto hacerlo en La Lupe pero tenía que ser a cambio de sexo y él quería algo limpio: una cosa era su pintura y otra su leche, y nos pusimos a hablar de pintura. Yo le enseñé un libro de José Hernández y le hablé de la exposición de Barceló en el Reina Sofía, las maravillosas consecuencias de su viaje por Malí, las sombras azules de los nómadas reflejándose sobre el ocre desierto, los animales muertos expuestos a la venta colgando de un alambre en algún mercado callejero, la sangre encharcada sobre la tierra... Oh, tío, pero tú amas la pintura... joder, eres un tío sensible y vas a ayudarme a encontrar una galería. Demasiadas cosas sentadas, cuando lo único que estaba sentado por entonces era mi cuerpo junto al suyo, los dos sobre la cama.

La noche ―o más bien, la madrugada y la mañana― me fue conduciendo a lo largo de esos senderos laberínticos que engañosamente muestran el indicio de alguna salida, y cuando se llega a ella la supuesta puerta está sellada por un seto que te desvía a otro camino y a otro y a otro y a otro. Lo que iba a ser polvo, al polvo volvió –memento homo quia PULVIS eris, et in PULVEREM reverteris-, pero su significado sexual fue pisando (o pisoteando, tal vez) peldaños en los que unas veces se ponía el pie sobre el sexo, otras sobre la metafísica, otras sobre la historia del arte, otras sobre la risa, otras sobre la poesía, la paranoia, la muerte, la vida más allá de la muerte, el Bosco, la incomunicación con unos padres que daban más importancia a la televisión que a su mundo (los comprendí perfectamente), la traición de la amistad, el descenso a los infiernos, la belleza, la culpa, el asco. ¿Yo te doy asco?, le pregunté. ¡Noooooooooooooo! Tú eres un oasis que me he encontrado esta noche. ¿Sabes por qué aquella primera vez no me vine contigo? ¿Por qué? Porque entonces tenías la mirada del demonio. ¿Hoy también? Hoy tienes los ojos de un ángel. ¿A ver? Déjame verlos. Sí. Míralos ahí, me están mirando. ¡Ah, tío, qué suerte he tenido esta noche!

Sí, qué suerte. La suerte se bebió una botella completa de Absolute Vodka, media de ginebra y todas las existencias de la multinacional Coca Cola que guardaba en la nevera. Pero valió la pena. Días después le hice un poema, “Mom petit Baudelaire”, que nunca le entregué. Algunos piensan que soy una buena persona, pero en realidad los poetas somos una especie “sublimizada” de los vampiros. Somos chupasangre, chupavidas. Nos apropiamos de material ajeno, personal, secreto, íntimo, para hacer unos versitos de mierda, y eso no es honesto.

Cuando en un momento de la mañana alcé la persiana, se quedó mirándome a la cara. ¿Ves? Ahora sí los veo bien. Qué limpios tienes los ojos, como los ángeles. ¡Y son verdes, tío, son verdes! ¡Cómo me gustan los ojos verdes!

Y nos fuimos a desayunar. O a almorzar, no sé bien. Mientras, empezó a contarme una trama de Narcís Serra y otros miembros del Partido Socialista para hundirle, confesión que me hizo acelerar el paso y dejarle subido al autobús, no sin antes insistirme hasta la pesadez para que le acompañara a continuar la juerga, hasta que cayéramos en lo que él llamaba “la bendita amnesia del alcohol”. De pronto, era como un delirio de Ginsberg, pero con falo, culo, piernas, cuerpo y rostro mucho más hermosos.

-o-

La tercera “anunciación” se materializó con acento gallego. También cuando le propuse venir a casa me alertó sobre el peligro de ir con un desconocido (que era él, no yo: al parecer, daba por sentado que al tener un techo la posibilidad de ser inofensivo iba incluida en el contrato de la vivienda). Pero no me daba miedo. Sólo me puso una condición: que no lo echara a las cinco de la mañana porque ―y fue entonces cuando me habló de la verdad― estaba en la calle.

Con esa premisa, además de la prisa, llegamos a casa. Le pregunté por bebida, y no quiso. Le pregunté entonces si había cenado, y ante su “no, pero no importa” le dije “a mí sí” y le preparé un revuelto de gambas y ajetes. No tomaba alcohol, cosa casi insólita en esa especie que en tiempos de la depresión del 29 el mundo anglosajón bautizó como “vagabundos”, otro eufemismo. En cambio, me preguntó si tenía música clásica, y en su honor quisiera certificar que ha sido la primera y única persona que me ha requerido el acompasar sus oídos con ese dédalo de instrumentos que se suceden y superponen en delicada contraposición a la frenética sucesión y superposición de otros instrumentos por pasajes de igual complejidad. Para iniciar la sesión yo escogí mi pieza preferida: la “sonata para violín y piano en La Mayor” de César Franck.

Ya desnudos, me pidió otro favor: poder lavar la ropa esa noche. La ropa, toda su ropa, incluidos los varios jerséis y el plumífero; sólo se salvaron los zapatos. Y corriendo se metió al baño: sería la primera de las casi innumerables duchas que durante la noche y la mañana repetiría. En una de ésas me dijo: “no sabes lo que es el agua hasta que te falta”. Y por los resquicios que nos dejaba la agotadora sesión continua de porno duro fue contándome trozos de su vida. El escuchar hablar gallego inmediatamente me hace situarme en familia. Esa suavidad me ablanda mucho más que la cubana, permeada por tantos personajes vergonzantes. Y de pronto me sentí como si fuese él quien estuviera fuera de su país, y yo “el paisano” que en tierra extraña le echa una mano y habla su idioma. Bueno, en fin de cuentas, ambos estábamos algo lejos de Galicia.

Colocamos la ropa encima de todos los radiadores y bien entrada la mañana ya había secado. Yo le pregunté, y me dijo entonces que era la única que tenía, que le habían robado la mochila mientras dormía sobre el banco de un parque noches atrás. Aquello me remitió a un pasaje de mi etapa anterior de la vida, casi de mi antigua reencarnación, pero eso es tema para otro monólogo, luego, cuando esté más solo. Me vienen a la cabeza muchas cosas. Continuamente. Como un carrusel: caballos, cisnes, barquichuelas, suben y bajan mientras dan vueltas, y yo encima de cada una de ellas, como cuando era niño.

Camino del metro me separé de él por un momento, me acerqué a un cajero y saqué cinco mil pesetas. Se las di. “¿Estás loco? ¿Sabes lo que haces?” ―afirmó, más que preguntarme―. Perfectamente lo sabía y le pedí perdón si le ofendía. Esa noche y la siguiente dormiría en una pensión. Fue lo último que me dijo antes de despedirnos.

-o-

Acabo de salir de un bar. En realidad, apenas he llegado a entrar porque, cuando advirtieron mi intención, vino un camarero y me empujó fuera de la puerta, a la calle. Yo sólo quería un vaso de agua, incluso llevo algo de dinero y podría haberme comido un bocadillo, pero sólo quería un vaso de agua: tengo una sed que me muero. De modo que cuando vi el primer alcorque con un poco de la lluvia de los últimos días, estancada, llamándome sugerentemente como un oasis en medio del desierto, no me lo pensé dos veces: me tendí cuan largo soy sobre la acera y me puse a beber como un perro. Con el rabillo del ojo vi que se acercaba una mujer, y al verme se echó a la calzada para evadirme. Seguramente le daría asco. O miedo. Pero yo ya estoy acostumbrado a ver expresiones así en la cara de los demás.

Y entonces, cuando volví a concentrarme en mi tarea, me acordé de un anochecer de mayo de 1982, recién llegado a Madrid, cuando a toda prisa bajaba de la pensión de la calle de Canarias en busca de una barra de pan antes del cierre de la tienda, y casi me doy de bruces con un hombre que estaba haciendo lo mismo que yo: beber de un charco. Y entonces pensé en Knut Hamsun. Y entonces pensé en mí.

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(Madrid, 20 de diciembre de 2000 – 1 de febrero del 2001)

© 2001 David Lago González

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sábado, 6 de noviembre de 2010

Desgajada

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Dolores Lago_Fall in Chicago 2010

(Fall in Chicago, 2010)

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El otoño se adelanta sobre Madrid.

Invade el cielo. Crea un silencio especial

entre el sonido del tráfico.

Las ruedas de los furgones de mercancía de reparto, llenos de imitación china,

se encajan más profundamente en el badén frente al portón,

hieren las baldosas de la calzada con un eco

que resuena en lo que una vez fueron desastrados adoquines

que no soportaron el paso del tiempo.

Yo vivo en un antiguo palacio que, como su inquilino,

ha sido vaciado y rellenado de una nueva técnica

que sostiene su fachada histórica, prohibida

por ley a la osadía de otros arquitectos.

Una gigantesca hoja amarillenta

desgajada del Parque del Oeste, se posa entre las nubes y los ácaros,

cubre pardos mis balcones, me deja a solas contigo

como un espejo, un simple espejo

que hace lo que todos: devolver la mirada que recibe.

Si no, pasa también de largo

cual un otoño más.

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(Octubre 2010)

© 2010 David Lago González

 

CASA Vicalvaro 002

(Espejo veneciano entre dos torsos de Osvaldo Lugo, Vicálvaro 2006)

sábado, 30 de octubre de 2010

Falta de pago

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 (C) 2010 David Lago-Gonzalez, Falta de Pago
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Al menos 30 años ha
que no recorría con mis ojos la silueta de las sombras.
La quietud del pabilo
que ambarino luce sobre la poza serena de cera
que le circunda, coincide con el cirio bermejo
haciendo que todo sonido en la calle
o en el resto de la finca, sean como
llantas que pasan sobre mojado, golpes secos
que tropiezan contra los tabiques como fantasmas ciegos.
Estamos en el siglo veintinuno, no en la Rusia de los zares;
ayer la luz me fue cortada: falta de pago.
Volverá mañana, han prometido los mercaderes,
que mienten menos que los dictadores del proletariado.
Volverá por la mañana, cuando no la necesite;
aunque ciertamente tampoco la preciso en este instante,
porque la luz de la bujía
ilumina una parte ínfima y muy profunda
donde la paz se rehace y el sosiego se estrena
otra vez como nuevo.
He jugado a que invitaba a un grupo de amigos
a comer el próximo sábado. Asados como antaño
en cazuelas de barro, feijãoda tropical
con una pizca dulce, batatas
doradas con leche y azúcar morena, a lo Agustina,
espolvoreada sobre la vianda como nevada mínima.
Vinos y cordiales, copetines del exquisito remate,
champán con helado de yogur y nueces.
En la sobremesa, achispado por los caldos,
me da por relatar los últimos episodios
de extrañas experiencias en paisajes soberbios.
Asuntos que no me dejan sosiego y en vilo
y malhumorado me mantienen desde que acontecieron
porque no encuentro en ello razón ni punzón
y sé que hay un todo una línea que me conduce
a algún punto conocido, una música
que me lleva a otra melodía,
porque…
Y al final me quedo callado.
                                                Y al final me quedo callado, transportado
a no sé qué lado de lo caprichoso coincidente.
El rumor de una saga vivida
allende el misterio y la fantasía o el recreamiento
aviva de pronto el escenario
donde un diminuto hombre fragua su vida inventada
sin conciencia, o con desprecio por las consecuencias ajenas.
Y vuelvo a la quietud del pabilo
donde reposa el arcano y el por qué
y el para qué, y el espejo moteado
de los tristísimos dementes que pasan desapercibidos.
M. Verdoux, plenos de venenos
henchiste mi sangre, el alma
y todo tiempo venidero.
¿Cómo amar y dar gracias sin contradecirme
a lo que ya una vez
hubo de matarme para siempre?
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(Madrid 29 de octubre de 2010)
© 2010 David Lago González

martes, 26 de octubre de 2010

Peter Pan

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PeterPan-image (2)

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para Kike (Enrique Agramonte Robles, 1949-2010),

que descanse como quiera

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El hombre y la mujer

parecían angelotes recostados contra la armazón

a los pies de la cama de estilo “neo-colonial”.

A la mujer le gustaba definir el estilo –si aquello efectivamente lo era--,

no sé si con la secreta venganza

de señalar que la inspiración del hombre en el diseño de los muebles de la casa nueva

no había llegado a la habitación de su hijo.

Desde la posición del muchacho sobre el lecho,

la mujer estaba a la izquierda y el hombre a la derecha.

¿Le despertaron o se despertó?

¿Se despertó y se asustó de la custodia?

Nadie recuerda nada ya cómo fue exactamente la cosa.

El caso es que el muchacho pensó que pasaba algo grave.

Desde que aquellos hombres bajaron de las lomas,

no había día en que no pasara un montón de cosas,

y unas a las otras se atropellaban y no dejaban a nadie pensar con claridad.

Creo que a aquello le llamaban “Revolución”.

“No, solamente queremos conversar contigo

y preguntarte algo”, dijo la mujer al muchacho.

El muchacho quedó esperando, medio erguido sobre el colchón.

La mujer le dijo que sabían lo mucho que le había dolido

el encarcelamiento y la expulsión de sus maestros,

y cuánto había llorado por el hermano Pedro.

Que ahora existía la posibilidad de que el muchacho

pudiera de nuevo reunirse con él, pero en otro país que no era aquel.

El asunto consistía en mandarlo a él delante

y ellos le seguirían pasado un tiempo.

Primero la mujer, luego el hombre,

dijo éste en su idioma.

Posiblemente era la primera gran decisión en las hazañas del muchacho,

y le dejaban escoger. Años después comprendería la magnitud de la consulta

y agradecería a la vida por haberle hecho conocer

a aquel hombre y a aquella mujer

que tomaban en cuenta la palabra

de un simple mocoso de mierda que apenas pasaba de los nueve años.

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El muchacho calló durante unos minutos.

Luego se volvió al hombre y le preguntó

si él realmente iba a seguirles hasta el fin del mundo.

El hombre afirmó nuevamente que sí, pero que antes de él

iría la mujer con sus manteles bordados, los sobrecamas primorosos

que ella misma había calado, la vajilla inglesa, las fotos

de toda la memoria anterior a aquel momento,

mientras él quedaba atrás liquidando los dineros, los deberes y los haberes.

El muchacho miró de nuevo a la mujer

y de inmediato volvió a encarar la mirada del hombre.

“No --le dijo al hombre--, tú no vas a hacer otra vez otro viaje.

Si no salimos los tres, no salimos.”

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Y allí se quedaron, por los siglos de los siglos, amén.

 

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(Madrid, 26 de octubre de 2010)

© 2010 David Lago González

martes, 19 de octubre de 2010

IMPUESTO REVOLUCIONARIO

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El hombre llegó a casa antes de lo acostumbrado,

medio bufando y ensimismado en algo que le roía por dentro.

La mujer lo vio tomar una copa de balón,

echarse unas líneas de Domecq de la botella que guardaba en la vitrina

y sentarse a la mesa en su lugar de siempre.

Las sillas en aquella casa tenían nombre propio

y formaban un código que no debía ser violado

bajo ningún concepto.

Ignoraba las preguntas de la mujer

sobre la marcha de la jornada en los bosques de Cubitas.

A medio terminar, alzó su puño cerrado

y lo dejó caer con todas sus fuerzas contra la madera

haciendo añicos el cristal y desparramándose el líquido

sobre el mantel bordado, a la par que decía:

fillos de puta!

La mujer corrió hacia él con el escarceo de mil gallinas ponedoras,

y con un paño de cocina quiso contener la sangre

que brotaba de las heridas abiertas y todavía adornadas con picos de vidrio.

El hombre la rechazó

y cerró la mano todavía más para infligirse un dolor inmenso

y tan satisfactorio que compensara en parte la rabia que sentía.

En ese momento, el muchacho comprendió

que lo más conveniente era refugiarse en la saleta,

haciendo como que veía la televisión; allá se fue,

y comenzó a temblar pensando que la culpa de todo aquel enfado incomprensible

era suya y solamente suya;

repasaba las últimas jornadas, los últimos días,

y no encontraba razón para sentirse causante de motivo alguno.

La imaginación especulando por su cuenta es cosa mala.

La sangre, los cristales rotos, la exclamación en gallego mal sonante,

la sensación de descubrimiento que vio en los ojos de la mujer,

eran asuntos nuevos para él.

Entonces recordó el sonido del puñetazo sobre la mesa,

y un nudo en su garganta se deshizo

para dar paso a unos sollozos incontenibles.

Y se fue quedando dormido frente a la pantalla

y los muñequitos de Looney Tunes.

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No se sabe cuánto tiempo después sintió una mano revolviéndole el pelo.

Era la piel suave de la mujer.

El hombre se había recostado en la cama.

-o-

Unos años más tarde supo que aquel día

unos barbudos revolucionarios habían puesto precio a su cabeza.

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O sea, efectivamente, la culpa era suya.

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Luego, un día futuro de pasados recuerdos,

el mantel manchado de sangre

fue consumido por el fuego.

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(Madrid, 19 de octubre de 2010)

© 2010 David Lago González

lunes, 18 de octubre de 2010

Send in the Clowns

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1920s 

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And where are the clowns?
There ought to be clowns.
Well, maybe next year.

(“Send in the Clowns” lyrics)

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Enviadme a los payasos.

Los tristes pierrots de la infancia.

Mi error temo que en su insistencia, padre,

volvamos a desandar la tensa cuerda

que unía y separaba al Ringling Brothers del Montalvo.

Inútilmente.

No era yo quien gustaba de los mimos,

y para que le acompañara,

me engatusaba con las altísimas cúspides del algodón azucarado

donde hundía mi boca,

y toda mi cara y mis manos quedaban luego pegajosas

y propensas a las moscas que anidaban en las orejas de los elefantes.

Nunca le confesé

que los payasos me daban lástima, mucha lástima,

esa extraña mezcla de condolencia y asco que llamamos así

con el sonido de palabras más suaves.

Zíngaras de mentira y barrio bajo,

putas afinadas como una serpiente hambrienta

enroscándose por la melodía de la flauta como esa planta de gandul

que en los muñecos atraviesa las nubes y llega al cielo perfecto.

Reía, padre, como una gelatina en manos temblorosas,

mientras yo contaba los minutos

para salir de las carpas sucias y el olor a estiércol

hacia la planicie insolente de la Plaza de Villa Mariana

donde terminaba el horizonte.

Nunca le confesé la verdad,

cuánto me molestaban aquellos infelices de irrisorio cometido;

y se lo confío ahora, al cabo de más de cincuenta años,

¿por qué? Quizás porque hoy sé que ya la verdad no puede dañarle,

y por mi parte, admito que el ridículo patetismo del saltimbanqui

es, en definitiva, perfectamente tolerable.

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(Madrid, 18 de octubre de 2010)

© 2010 David Lago González

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martes, 12 de octubre de 2010

Herida

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La herida tiene un único borde

que la circunda, igual que los labios,

superior e inferior ciñen la boca,

la abren o la cierran.

Pero no hay dos orillas para una herida

aun cuando ésta sea ya cicatriz añeja.

Pamplinas. Si me hablas de la parte de allá

y de la parte de acá, sólo estás intentando argumentar algún pecado.

Algo oscuro de lo que te avergüenzas pero justificas.

Por eso pones dos bordes a la herida,

y te pasas de un lado al otro según el picor de la sanación

o el avance de la infección.

Se sangra o no se sangra. No me jodas.

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(Madrid, 12 de octubre de 2010)

© 2010 David Lago González

Margaritas y maracuchos para un otoño en Madrid

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Mucha gente llega tarde a muchas partes.

A veces, de ello se puede hacer una tragedia,

pero lo cierto es que la rabia y la impotencia

dan el salto al bien hallado y transmiten

una cierta desesperación en las frases cortadas,

en las palabras omitidas.

Todo queda entonces entre las margaritas y la stolichnaia

y aquel shot de tequila y sprite

que te dejaron preparar para mí en el restaurante mejicano.

¡Para mí! Un desconocido me regala en la noche

lo que a él le gusta.

Al salir de Rimmel, el fresco de la noche

me robó la memoria, y no sé si caminamos

o volamos hasta casa; o tomamos un avión en Barajas,

nos pasamos por ese parque en París que me gusta tanto,

por el barrio de St. Germain-des-Prés; o un trasatlántico

nos llevó de puerto en puerto por todos los tugurios del Magreb.

Yo sólo sé que, según tus confesiones, dormías por primera vez

al lado de otro cuerpo parecido al tuyo, nos reímos hasta morirnos,

y por la mañana resucité, resucitamos,

haciendo algo que debe estar entre el sexo, deleitarse

y el amor alegre y repentino de una sorpresa en otoño.

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(Madrid, 12 de octubre de 2010)

© 2010 David Lago González

(sin título)

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Zerkalo (The Mirror) (1975, dir. Andrei Tarkovsky) Andrei Tarkovsky, Zerkalo (The Mirror), 1975

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El fantasma que hay en mí,

como en un comic de mal gusto, arrastra

cadenas más largas que sus sábanas.

Pesan mucho más que la esfera que sostiene el atlante sobre sus hombros,

y el ruido tenebroso de su roce contra el suelo

ensordece todas las melodías, suaves y violentas,

que la huida de su castillo maldito

me ha permitido escuchar en la vida.

Cuando tocan la superficie del mar,

es ésa la razón que motiva los más recientes maremotos

a los que la sismología no encuentra respuesta.

Si todo se arreglara con una medida extrema,

me cortaría ambas orejas como hiciera Van Gogh con una de las suyas,

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pero el ruido está dentro de mi cabeza

y la despoja de pensamientos más claros.

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© 2010 David Lago González

(Madrid, 16 de abril de 2010)

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sábado, 9 de octubre de 2010

Confessin’ the blues… (or “Put the blame on Mame”)

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DA 1820A

(Digital Art by David Lago-Gonzalez, image taken from the net, unknown copyright)

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Playing nipples to you,

I was thinking about my feet.

They were growing bigger and bigger

Until my body became a part of them.

While I was cuddling you from the back,

My feet soles was getting more solid

As if everything I was it was not just a simple failure

Of that pedestal where the statue stood, smooth and insensitive,

So uncaring as not to feel that it was usurping

The place of all the sensitivity of my efforts.

I remember I used to be the man

Who walked over the dark side of the moon

And so I used to laugh when I stepped on the compact sand in your back;

Now I am the magician tired of taking rabbits out of his hat.

There’s nothing to do, my dear old mate.

I don’t want to carry the guilt of refusing your demands

So I shall bear the crime of do not deserve you any more.

Yes, I am a stupid man

Who prefers to hurt himself instead of hurting someone else.

And it happened to me before, many years ago
And I'm still paying my debts assumed,
My bare desire to share what was once a treasure for both.

I will continue to maintain the mastery of art that you know

So you do not realize the void

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But, if something you suspect one of these days,

Please,

don’t blame it on the sunshine, don’t blame it on the moonlight,1

Just

put

the blame

on Mame.2

That’s the name of excitement.

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(Madrid, October 9, 2010.)

© 2010 David Lago-Gonzalez

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1Michael Jackson

2Song sung by Rita Hayworth in motion picture “Gilda”.

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martes, 5 de octubre de 2010

Razones para el silencio

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© Katarina Vavrova (Slovakia)

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2

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Acéptalo: es lo que tengo.

Acéptalo, oh Dios del Cielo.

Acéptalo, igual que el mar.

Acepta el ancho caudal del río

y el del arroyo, pobre y pequeño,

que de la sierra bajando va.

(Tonada que acompañaba los oficios en Camagüey en los años 70)

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para Isora Cabrera

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No preguntes por el origen de todo esto que aquí ves.

La simiente no es la referencia de un único nombre,

y no siempre son las cosas lo que parecen ser.

Es más, casi nunca lo son.

Si no te gusta lo que ves, si no te complace lo que doy,

retoma el sendero que en la noche te puso aquí,

al lado de esta borrosa procedencia que palpas,

o calla de una vez, que agradezco más el silencio que las palabras vanas,

porque endebles son, o acaso ¿no es que con el relato de mi rastro

intentas rellenar esa inapetencia que llamas rutina?

Ya yo he visto esa película,

ya he escuchado esa canción: alquila otra, compra otro cedé.

¿Es que pretendes que en cinco minutos haga recuento de toda la Humanidad?

¿Por qué me pides tanto? Y no, que no te ofenda el tono,

ni la mímica del cansancio cuando me oyes decir groseramente “ya salió la cosa”

y me ves girar la cabeza hacia la oscuridad de la noche o del infinito,

cualquiera apetecible boca que no sea la tuya

y tenga a bien tragarme en el instante aciago.

¿Por dónde quieres que comience mi historia: los fenicios, los celtas, los sefardíes?

No, darte el gusto de acortar el trayecto

y simplificar la vastedad, no te lo voy a dar,

nada quiero saber de lo que sobre mi origen puedas pensar,

guárdatelo para la hora del café.

Tu idea no es mi vida, es sólo una especulación,

o una bonita vaguedad.

Una estrella o un infierno, lo que quieras; todo, menos la vida que viví.

Mi origen, si alguno tengo, habrá sido el brillo del aluminio de una cuna de hospital

y ni siquiera lo recuerdo. Ya ves, de dónde vengo, ni siquiera me acuerdo.

Y si todo cuanto digo es mentira, quién eres tú para llamarme a razón.

Anda, vuelve al colegio si quieres aprender malamente

lo que ya malamente te enseñaron: yo sólo me desnudo ante un motivo consistente

y el interés por el pasado no es excitante.

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(Madrid, 17 de agosto de 2001)

© 2001 David Lago González