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1
En medio del fuego cruzado, las casas en llamas, las calles atestadas de cadáveres, mientras corría presa de un pánico indescriptible, de repente la mujer vio un caballo que, ajeno al horror circundante, contemplaba su reflejo en el cristal de un escaparate, admirando su propia belleza.
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Había descubierto su belleza.
Su hermosura lustrosa resultaba excesiva ante el horror circundante,
la ausencia presente de un cuerpo sin alma que reposa en plena calle esperando,
si suerte tiene, sobre la fría camilla de emergencia (esa especie de parihuela
sin hojas de tabaco ni sol reluciente ni sofoco bajo el tul de la parcela).
Un espejo devuelve con nitidez la realidad, sin margen a la pregunta de la duda.
Pero en el cristal de un escaparate, donde al mismo tiempo
se refleja no sólo el protagonista sino todo el escenario,
hay que entresacar,
hay que buscar,
hay que descubrir,
hay que decidir con qué quedarse para guardarlo en los ojos.
El caballo, más inteligente que los hombres,
se queda con su propio esplendor,
y olvida el resto.
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(Madrid, 15 de septiembre de 2001)
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2
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Durante la última batalla de la guerra, su unidad se encontraba en una zona de las montañas bosnias. Su misión era transportar a los heridos desde el frente hasta el hospital más cercano, que quedaba a más de seis horas. Muchos morían durante el traslado, a otros les administraba dosis generosas de morfina, pero el efecto desaparecía a las dos horas, y los heridos, enloquecidos de dolor, trataban de huir, a veces sin piernas, chorreando sangre en todas direcciones. El terreno era tan accidentado que para los camilleros resultaba peligroso simplemente tratar de mantener el equilibrio. Un día, uno de los caballos se acercó al borde de un barranco, y después de mirar un momento a los soldados se arrojó al vacío.
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El carromato se movía con dificultad sobre el barro y el abrupto terreno.
El carromato olía mal, apestaba,
un nauseabundo aroma de silencio constituía su mercancía.
Recordaba los años 14, 15, del siglo número veinte,
pero poco faltaba para que cien veces doce
cubrieran con el manto de los meses aquel viaje.
Y como en aquel entonces, el caballo hacía su trabajo: tirar del carro,
trasladar la muerte de un lado a otro,
llevarse el “ya nunca más estará entre nosotros” hacia algún recuerdo
y hacia algún agujero en el campo.
Y como en aquel entonces, el campo tenía muchos agujeros: boquetes para la metralla,
brechas para la milicia,
pozos para el agua,
coladeros para la sangre,
y unas cavidades más amplias para los cuerpos.
Pero esta vez el caballo, más sensible que los hombres, siguió de largo.
Llegó a un barranco y volvió la cabeza atrás,
a echar lo que tal vez sería una “última” mirada sobre el contenido que transportaba,
quizás miraría un poco más allá y pensaría
que entre el inicio y el final de los cien años que pasaban
él seguía acarreando la misma carga y poco e inservible había sido el adelanto.
Entonces volvió su hermosa cabeza al frente y se lanzó al vacío.
(Madrid, 15 de septiembre de 2001)
© David Lago González, 2001
1 comentario:
Otro entredos, de encaje, como se debe, en la poesía. Gracias. Zoé Valdés.
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