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(Lucía y mi madre, Agramonte, Matanzas, 1978)
(C) David Lago González
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a la memoria de Lucía
para Dolores Lago González, que me dejó el libro de Singer
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Una noche de marzo de 1982 tomé de aquel estante, en la casa de El Ferrol, un pequeño libro de Isaac Bashevis Singer.
Lo abrí arbitrariamente y comencé a leer un cuento que narraba un extraño suceso: una adolescente era requerida por un viudo para ser desposada y ocupar así el sitio de su anterior mujer y madre de sus hijos. Cuando el hombre llegó a su casa para pedirla a sus padres, ya ella lo sabía todo. En sus sueños, la noche antes, una desconocida había aparecido para anunciarle que en sus manos ponía su alma y con ella el designio de la vida que no había podido cumplir. La muchacha se llamaba Sara y no era mayor que la mayor de sus hijastras. Y esa es la historia: Sara se casó con el viudo, que podía ser su padre, y crió sus hijos como suyos; sucedió al esposo y fue luego viuda, y todos la quisieron y la amaron como la madre y la esposa que partió con prontitud hacia tierras lejanas.
He comprado después muchos libros de Singer, lo he leído mucho; al ortodoxo prefiero esa mano que se libera brevemente de la ética judía y da paso a historias singulares y caprichosas; pero nunca he dado de nuevo con aquel relato, como si, tal vez, hubiese sido una aparición o precisamente un sueño.
Y lo recuerdo especialmente porque en nuestra familia materna también sucedió algo parecido.
La primera de mis tías murió de tisis en los años treinta dejando tres hijos y un marido, León, que a su vez era primo.
También mis abuelos eran primos entre sí: la rama de los Fagundo ―y mi madre repetía orgullosamente, como si de nobles se tratara―, era apellido de un solo tronco, un solo árbol, y todos provenían de una única simiente. Lo más probable es que fueran simples marranos, judíos conversos huidos a las Canarias para terminar afincándose en la isla de Juana cuando Isabel y Fernando la añadieron a los territorios ultramarinos de La Corona.
Al cabo de tres años de viudedad, el tío León pidió permiso a su antiguo suegro para recoger sus hijos y rehacer su vida, dándoles por madre una joven canaria de quince años recién llegada a las aguas del Caribe. Mi abuelo accedió, y León y Lucía ―que ése era su nombre― se casaron.
Hasta aquí la historia no tiene importancia: unos mueren, otros viven, y la vida se impone un día tras otro sepultando con su rutina la parálisis de toda tragedia.
Pero lo curioso es que la vivencia de Sara se repitió en Lucía: la joven canaria retomó la ausencia de la tía Viti, crió sus hijos ―los ajenos y los propios―, y mi familia recuperó una hermana que se había marchado en un golpe inesperado de tos, y con el paso de los años se hizo imposible deslindar el parecido físico que más allá del alma les dio el aire de una misma sangre venida esta vez de quién sabe dónde, o de quién sabe cómo.
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(Madrid, 25 de Febrero del 2000)
© 2000 David Lago González
1 comentario:
El cuento que buscas yo lo viví de cerca.
Es tambien la historia de mis padres.
Caprichosamente, también en los años treinta...
En estos dias he estado tratando de escribir un post que toca ese tema aunque de refilón, pero no puedo terminarlo porque me sobran muchas palabras...
Saludos,
Al Godar
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