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Dos sonidos ruedan García Roco abajo,
uno por el cielo, otro por el suelo.
Se desplazan sobre y bajo el calor
primero como un pequeño reptil inofensivo
que se enrola en la ola del mediodía implacable
o de esa hora aterradoramente larga y soporífera que marca las cuatro.
Después se levanta en cresta de boca mitológica
cuando se nos echa encima de las ventanas.
El ruido del cielo parece estallar en el espacio abierto del patio central,
aceros eslavos, caucho ucraniano, aceites muertos de un mar ajeno,
o el silbido de esa nacionalidad inventada, creada por fuerza y de la nada.
Si este ruido cayera de una vez sobre la cabeza del loco,
si hiciera arder las nubes para arrasar de una vez
el miedo y lo incierto...,
el murmullo que se desliza como una manada de ruedas sin freno
atenuaría la colisión de dos tiempos irreconciliables.
El imperio poderoso nos atacará, irremediablemente,
una vez más, otra vez como cada año, como cada noche,
dicen los periódicos y las radios.
Y cientos de rostros extraños nos gritan por el patronímico
superponiendo atributos increíbles.
Correr hacia el salón a desnudarlo del inerte mueble amado
que fue midiendo lentamente la expansión de la carne,
salvar las lámparas de la profunda oscuridad de la miseria del oportuno,
todo lo que va infundiendo ternura a los palacios.
Correr hacia el cielo del jardín
a vigilar cuándo caen esos pájaros de guerra.
Y de pronto el silencio,
un silencio por el cielo, otro por la calle.
Y después volver a empezar.
.
En el entreacto salimos fuera, lo más lejos de todo,
la última habitación, el comedor, el patio.
Y nos abrazamos.
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©2008, David Lago González
(Madrid, 31 de julio de 2008)
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