lunes, 16 de febrero de 2009

MOLESKINE (7)

La familia y el circo

cap En diciembre pasado, de pronto yo heredé una familia. Cayó del cielo, sobre Barajas, y yo participé del re-encuentro (gracias a Dios, NO “de la cultura cubana”) discretamente, aunque para satisfacción personal he contribuido inicialmente a él de una forma sólida y continuada, incluso en contra de la lógica de otros amigos que me veían peligrar por consecuencias asociadas. La gente puede pensar que yo voy a estos reencuentros y recibimientos con gran alegría, al menos con la alegría de personas que no están aquejadas de separaciones colaterales, pero ello no es cierto. Soy una persona seriamente enferma; quizás siempre lo fui pero ahora soy mucho más sabedor de ello. Digamos que el muerto que llegó en el año 82 del siglo pasado a ese mismo aeropuerto no es el mismo de ahora y que ahora estoy ya absoluta y terminantemente convencido de que no podría volver a vivir otra vez con la responsabilidad y la alegría que puse entonces en cada gesto.

De forma que, con todas sus satisfacciones y consecuencias, en el testamento vital del paso de la vida me venía asignada una familia. Casi numerosa. Marido, mujer y dos niños, y aún falta una perrita que volará —si Dios lo quiere— en el próximo mes de marzo. ¿Adivinará la perrita quién es “el tío David”? Bien, el caso es que, pasadas las fiestas navideñas, de vuelta de otras reuniones en torno a la mesa del manjar, esa terrible e intransferible sensación de infinito cansancio se hacía palpable una y otra vez al regresar a casa. A veces podía remediarla el sueño de una noche (aunque no fuera “de verano”), otras necesitaba también el día siguiente, y el otro, para reponerme. Pero para reponerme de qué.

Pues, simple y llanamente, del desarraigo.

El desarraigo conduce al extrañamiento. En teatro existía aquello de “extrañamiento brechtiano” que en un momento de mi vida, y de ciertas vidas, estuvo muy de actualidad (y no pluralizo del todo la experiencia porque, como otras, siempre es factible la negación de la existencia que uno ha conocido y —valga la redundancia— vivido, y ante argumentos de esa índole sólo cabe el suicidio o el homicidio). El “momento extrañamiento” se produce cuando yo salgo del cuerpo donde habito —no, no es el argumento de la transexualidad— y me sitúo a un lado, o en una esquinita, observando la escena de la cual formo parte. Situación onírica y metafísica en que uno se volatiliza y es capaz al mismo tiempo de participar y enjuiciar o valorar o comparar, o sea, en fin, pensar un poco. Eso me pasa también en las manifestaciones políticas: dentro de la muchedumbre nunca puedo abstraerme de que, por encima de todo, soy un individuo. Creo que verdaderamente es más bien una especie de maldición.

Eso me sucede también en el circo. En el circo, ése, de toda la vida (independientemente de las aportaciones de la época). Y he aquí donde se unen las dos cosas: ayer tarde mi familia me llevó al circo. No logré sobornar a ninguno con anterioridad y fui conducido hacia las carpas bajo la más absoluta ignorancia. No recuerdo qué clase de público acudió a la ocasión en que pude ver el Ringling Brothers Circus en Camagüey en la década de 1950 y la única imagen que guardo de ello es que, para gran regocijo infantil, un paquidermo defecó sobre la arena, pero por lo general a los circos siempre va lo que por entonces en Cuba llamábamos “gente de reparto”, que no se refería a que estuvieran compitiendo en un casting sino que “el reparto” era siempre “el barrio” utilizado en un sentido marginal. La noche de anoche no fue una excepción.

Al circo me llevaba mi padre. Mi madre hizo una única excepción, y ya podréis adivinar en qué ocasión. Y mi padre creía que a mí me gustaba el circo. Es una idea bastante generalizada asociar circo con infancia, pero, aunque nunca se lo dije, la verdad es que yo detestaba la tramoya. Tal vez influyó algo el tener acceso cada domingo matinal al horripilante Circo de Valencia en la televisión, con la también horrible familia Aragón que capitalizaba toda la elementalidad del payaso. No sé. Lo cierto es que mi padre se deshacía en reclamos de atención que yo no podía comprender, y mi apatía (que largamente me ha acompañado en las buenas y las malas y tantas consecuencias ha tenido en ese algo llamado porvenir que se suponía que yo tenía) provocaba en su semblante una mezcla de impaciencia y perplejidad, que, tal vez era la sombra adelantada de una pregunta que no quería realizarse: “¿por qué tengo yo un hijo tan raro?” Una tarde, en la Plaza de Villa Mariana, ya él cayó en franca desesperación cuando después de una de las actuaciones de los payasos, yo estallé en sollozos cada más vergonzantes (para él), y no sin cierta rabia me arrastró al exterior de la mano. Es que los payasos siempre me han parecido muy tristes y nunca he podido comprender de qué se ríe la gente.

En Brasil están prohibidos los animales dentro de los circos. En un país donde a diario se matan entre sí miles de personas, la humillación animal es punible. Si en diferentes ocasiones políticas, colectivas o individuales, el individuo es sistemáticamente humillado hasta hacer de él una piltrafa, en los circos del mundo los animales son degradados a una cruel elementalidad humana. Quécirco_dancing-bear tristes, sobre todo, los osos, haciendo de porteros de football; el contoneo de caderas de una rumbera; el movimiento de hombros de una zíngara; y el más grande de todos corriendo en las dos patas traseras, lo que los deja con un culo bajo que casi arrastran por la arena, y una especie de malla que le colocan en todo el hocico hasta el collar que les aprieta el cuello y se lo estira a la manera de alguna tribu africana, rematado todo ello con el caramelito que le dan al final como premio. Qué descafeínado un posible león albino, tal vez tratado con algún decolorante para lograr la evocación, evocación de la sábana salvaje en más de tres tristes tigres y leonas que parecían moverse en cámara lenta. Qué humillante la cabeza gacha de los elefantes, cuánta pena en esos rostros.

El único animal al que me pareció ver sacar dignidad de su cautiverio fue el caballo. Sabía tornar la doma en maestría, como diciendo “yo te doy arte a cambio de lo que tú, hombre, crees que es espectáculo”, “yo, estúpido, te enseño a ser digno, te digo cómo ser Un Hombre.”

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© 2009 David Lago González

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola David¡
Tremendo¡
Un abrazo¡

Anónimo dijo...

Bravo David éste formato me gusta màs, o es que tienes varios blogs, saludos, Maite