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(C) J. Pereiro
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Cuando los mercenarios llegaron, las puertas del colegio
fueron abiertas de par en par, y todo el mundo, incluido el muchacho,
salió corriendo a su libre albedrío.
Cuando llegó a la casa, la madre se sorprendió
y entonces sintonizó la radio del país.
Alguien malo había invadido el territorio
para crear allí “una cabeza de playa”.
El muchacho se alegró del asunto porque así no habría escuela en varios días,
y recogió del pasillo un pasquín que había caído de una avioneta;
casi ni pudo leerlo porque la madre se lo arrancó de las manos,
lo metió dentro de la casa, y comenzó como loca
a cerrar todas las puertas que daban al cielo abierto.
El muchacho recordó otra ocasión de cerrar puertas y ventanas
en pleno día, y esta segunda vez tuvo el presentimiento
de que aquel repliegue al escondite era una metáfora
que se repetiría con frecuencia a lo largo de su vida.
Por fin llegó el padre y contó lo que pasaba fuera:
“se están llevando presos a los hombres de la cuadra”.
La madre invocó la mediación del Altísimo,
y todos nos quedamos esperando el sonido del timbre
o el golpe seco del aldabón. Pero por algún misterio indescifrable,
fue haciéndose el silencio y la tarde dentro de la casa cerrada
y nada sucedió.
De aquella cuadra se llevaron a casi todas las bestias
con destino a una caballeriza desconocida.
Incluyeron hasta los percherones, y con total indiferencia
hacia las variadas muestras de la raza equina, recogieron
criollos —blancos, negros y mestizos—, gallegos, catalanes, vascos,
y hasta algún ejemplar asiático.
No podían llevarse nada. Aquellos que por alguna desgracia
consumían pienso aparte, o algún tipo de hierba especial,
tuvieron que asumir el mismo rasero.
El muchacho recuerda el himno nacional,
y todos los adyacentes como los cayos,
chillando infinitos desde la garganta de las nubes.
Posiblemente allí comenzó su aversión a los símbolos.
O tal vez antes, quién se va a ocupar ahora
de medir el daño tras la corteza cerebral de un sobreviviente.
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La madre salía de vez en cuando a consolar las amigas.
Siempre volvía con más miedo. ¿Qué iban a hacer con sus hombres?
El muchacho recordaba que había visto cosas así frente al televisor.
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A los tres o cuatro días, los caballos fueron volviendo a la cuadra.
Como tantas otras veces posteriores, el muchacho recuerda ahora
que los rocines no dijeron ni una sola palabra
del establo grande al que les habían llevado.
Pero en “a rapa das bestas”, todos quedaron marcados para siempre,
y la libertad que albergaba el bosque nunca volvió a ser la misma.
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(Madrid, 13 de diciembre de 2008)
© 2008 David Lago-Gonzalez
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