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Agostino Brunias_Mujer criolla y criadas, c. 1770-1780
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Se precisa matrimonio para llevar casa.
Imagino que guardar bien en el fondo del baúl vivencias de los primeros tiempos en que uno llega a la inmensidad insospechable e insospechada de otro país y otra vida es algo común a la mayoría de las personas que hemos pasado, pasamos y pasaremos a diario por experiencias semejantes. El desconcierto y la voluntad a partes iguales tiemblan como una gota de rocío sobre la punta de una hoja, en esos primeros minutos del día en que desembarcamos a un mundo nuevo y debemos de inmediato incorporarnos a la cotidianeidad vital y brutal sin detenernos a reparar en la indiferencia con que nos trata. No, no somos excepciones. Nadie tiene por qué considerarnos especiales, ni siquiera medianamente necesitados de un trato delicado, porque hayamos sufrido una o cientos de humillaciones en nuestra vida anterior. ¿Acaso nos importan a nosotros historias que escapen más allá de nuestro ombligo?
De los primeros tiempos tengo recuerdos a los que extrañamente regreso por una simple razón, espero que comprensible: la subjetividad de la memoria se hace dolor físico. Me duele en la boca del estómago, donde se arman todos los grandes momentos del hombre, y puede ser desde una experiencia vivida durante un tiempo determinado hasta una instantánea, o un gesto desprendido de un todo.
Sucedió que después de una no calculada y breve estancia en Galicia, regresamos creo que el 2 o 4 de mayo a Madrid. Éramos mi madre (71 años entonces) y yo (31). Desesperado por comenzar a trabajar en lo que se me presentara, contesté a un anuncio clasificado en el que se pedía un matrimonio de servidumbre para la atención total de una vivienda en la Plaza de Cristo Rey. Mi madre y yo llegamos al acuerdo, conclusión, decisión (todo ello debe ir entre signos de interrogación) de que podríamos hacerlo, y yo me esforzaría por asumir el mayor peso de los trabajos domésticos, dejando a mi madre la exclusividad de la cocina y otras tareas más delicadas.
Llamé a la señora y le expuse nuestra situación. Recuerdo también que hablé con una hija. Me parecieron exquisitas. La señora me dijo que era una propuesta inusual, pero que estaba dispuesta a considerarla con el resto de la familia. Al siguiente día la llamé y quedamos para una cita en su casa. “Pero usted tiene estudios superiores, ¿no?” —me preguntó aquella dama.
Acudimos a la cita con las mejores galas que nos había ofrecido el ropero para indigentes y cubanos de Sor Isabel Viñedo, y durante toda nuestra entrevista se mantuvo mi apreciación de estar en presencia de alguien singular. Recuerdo que aquella mujer habló del arte que había que tener incluso para barrer el suelo de una casa. Y le preguntó a mi madre si alguna vez había servido. Le dejé el teléfono de la pensión (de cubanos) en que estábamos.
Al pasar dos o tres días de silencio, me decidí yo a preguntar por nuestra “suerte”. Llamé desde una cabina. La señora, exquisitamente esquiva y lógica, me transmitió algunas observaciones suyas: “David, comprendo su responsabilidad y su desesperación por aliviar la situación suya y de su madre, pero no se angustie usted. Es una desgracia lo que viene sucediendo en esa isla y que personas como ustedes lo pierdan todo y tengan que abandonar su país para lanzarse al mundo y la aventura. No creo que sea aconsejable que su madre, a estas alturas de su vida, tenga que ponerse a servir. Y sobre todo, David, para mí eso representaría un dilema que no sé cómo abordar. Y es muy simple la razón: yo puedo mandar a una sirvienta a hacer tal o cual trabajo, pero yo no sé cómo dar órdenes a una señora, a una gran señora como parece ser su madre. No desespere usted, no se angustie, intente mantener la calma, y, en este momento en que hablo con usted, yo estoy segura de que va a tener suerte y pronto encontrará un trabajo, saldrán adelante y, sobre todo, que Dios le dará la oportunidad de hacer lo indecible para que esa señora no pase nunca el menor trabajo.”
Como pude, le di unas entrecortadas “gracias”. Y ha sido una de las más hermosas lecciones que he recibido en mi vida.
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© 2008 David Lago González
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