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Cuando era niño, mi madre contaba
que las mujeres, al pegarse candela, comenzaban a cantar
como los ángeles.
Imaginaba ella que sólo así podían mitigar
el dolor que el fuego esparcía por sus carnes.
Había otro tipo de mujeres, decía ella,
que esperaban a que sus maridos
estuvieran bien entrados en el sueño de la siesta
para regar abundantemente sus cuerpos medio desnudos
con el agua pesada del luz brillante,
rascar un palillo de fósforo contra la lija
y lanzarlo hacia aquel bulto que quería huir de la duermevela.
Yo imaginaba que esto sucedía en un pueblo de campo.
Yo imaginaba que la segunda mujer tenía que ser muy rápida
para lograr hacer todo aquello a un mismo tiempo,
y salir corriendo descalza hacia la cocina de la casa.
El suelo de la primera habitación de la casa,
donde la primera mujer y la segunda jugaban con el fuego,
era de losetas también abrillantadas por el kerosene.
Pero a medida que corría hacía atrás (la segunda mujer)
el suelo iba haciéndose de tierra,
y en la cocina terminaba siendo tierra colorá de la zona de Cubitas.
La primera mujer cantaba que hacía muchos años
una mujer había matado a su marido mientras dormía,
y su voz era cada vez más fina,
como un pabilo espigado hacia el cielo.
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(Madrid, 2 de Octubre de 2008)
© David Lago González, 2008.
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