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Cuando sea mayor, quiero ser intelectual,
pero no como Messié Julián, que además era “chic”,
tocaba el piano y todo el mundo sabía que
recibía el correo cubierto por un batín de seda verde.
Quiero tener la voz profunda, el andar pausado,
dominar la escena sin atragantarme con la oliva del martíni seco.
Y muy importante, quiero unificarme,
porque un ilustrado sin una unión detrás
nunca tendrá cabida en la nueva constitución.
El armisticio ya está pactado,
y se zapa desde siglos atrás el tono neutro
y sosegado, el olor del habano, el humito diabólico del café,
el encuentro atenuado del desencuentro,
ya sea en barraca o en una tacita de plata.
Ah todo viene tan bien... Ni siquiera
tienes que quitarte tú para ponerme yo: espacio
sobra,
como sobra Gorki después de usado bien,
al fin y al cabo el mismísimo Máximo escribió antes su propia historia,
y ése era otro docto unificado.
En todo caso, apañaremos un huequito en los libros de la academia
para las novísimas palabras del idioma que evoluciona,
como evoluciona
la mentalidad
de la intelectualidad.
Qué poética tan poco apalabrada, pensará Julián
si está despierto, pero pongamos a Dios de pretexto
para que no se vuelva a poner ese batín que le torna tan sujeto
al desorden y el relajo entreverado como una masa del puerco.
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Cuando sea mayor, quiero entonar mis versos
como un jilguero a lo Neruda, con voz presente pero lejana,
que eso da un eco como ausente.
Sencillo y sincero como en el léxico oficialista,
como si ambas cosas juntas sugirieran la discordancia
en otro lenguaje oficioso.
Espero, de mayor, leer lentamente
porque pensaré que la empleomanía no es
lo suficientemente sagaz como para seguirme.
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Cuando sea mayor, quiero ser mujer
y vestirme de hombre, a lo George Sand,
para luego casarme con un hombre como Oscar Wilde,
de lánguida mirada bajo los párpados caídos
que esperan lo inevitable del juicio: la terrible sentencia
del déjamelo ver Carlota-que no te lo enseño Juan.
Y luego, cuando ya todo sea bala viril, pétalo febril,
ingresar en el ejército rebelde
cuando deje de existir el bien y el mal
y los imperios de antaño sean las colonias de las colonias
que, unificadas como el intelecto,
dominarán al universo con una palabra y un gesto,
un gesto que no diré cuál, para mantener el “suspense”
y no el “suspenso”, aunque sí suspendido
el arco bucal en ese instante en que la garganta
argumenta un “¡aaaaaaaaaaahhhhhhhhhh!” quedo y prolongado.
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Cuando sea mayor, no quiero ser como yo.
Quiero ser intelectual, con ese intermedia y erre al final.
La barba dejarla crecer, y, si blanca no es,
decolorarla a la fuerza para conseguir ese efecto
que ya Bellow, en los 50, definía como “intelectualización de la imagen”,
y que afecta por igual al burgués melindroso
y al amanuense sudoroso de la fábrica de neumáticos.
Respuesta tener para todo, y mil colores de chaquetas,
que los tiempos son rameras disfrazadas de beatas
que en un
plis
plas
cambian el misal por el manual.
Ah, no ser nunca, de mayor, docta de cabaret como Madame Bacallao,
ni mucho menos “chic” y cantar baladas en el Monsegnor,
para no caer en la tentación de ponerme el batín de seda verde
que con descuido Messié Julián se tiraba sobre los hombros
para franquear la entrada a las buenas y malas del correo.
Y yo lo sé bien
porque mi primo Miguel Sotolongo Glez era cartero
y llevaba hasta su puerta las cartas de sus ahijados.
La oscuridad sonreía traviesa en las tinieblas
su luz conspicua y rechinante, y él bajaba del Foxa en un lift súper-rápido.
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© David Lago González, 2008.
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