sábado, 29 de diciembre de 2007

LOS HOMBRES DE PLOMO





Los hombres de plomo
tienen largas sombras pesadas
abiertas sobre la distancia

la distancia real que detallan los aviones

y la otra más real que recuerdan los ojos
Los ojos dentro de los ojos
Los ojos de dentro

Los ojos de dentro son los ojos del miedo

El miedo puede tener un susto,
como un pequeño gordo detrás de una puerta
que te salta encima cuando entras;
o ser un miedo largo, pesado, sombrío
como un hombre de plomo,

con el que se aprende a amar,
a morir,
no sé cómo, y luego,
ya,
un día...
forma de la vida una parte
que en nada se disuelve,
como el vicio de un bolero,
el exceso de los barrios bajos
o la mancha del vino.

Resulta ridículo,
tal vez resulta ridículo hablar de los hombres de plomo
con tanta reincidencia, con tal fastidio

es como algo muy viejo

pero tal vez yo sólo soy un hombre viejo
y por eso hablo de las cosas de tiempos lejanos

¿acontecieron en la antigüedad de algún sopor
o sucederán mañana cuando me levante
y mis ojos estén poblados por cientos de minúsculas figuras que no logro precisar,
tal vez pequeñas por lejanas, acaso breves por tan vividas y gastadas?
No consigo definir desde ahora,
desde antes que acontezcan
en alguna parte del miedo que ya no asusta, o sí, puede que todavía...

Los hombres de plomo
están aquí para decir que nada ha terminado,
que todo comienza otra vez
cuando creíamos que sólo habían acabado con nosotros,
con nosotros qué más da, ya no servíamos para nada,
ya estábamos tan muertos, bien muertos,
pero han arrasado el mundo, las eras glaciares y las volcánicas,
la leyenda de los grandes monstruos alados,
y ahora vuelven a empezar, con su trique y con su traca,
con la saliva del paquidermo encima de la infeliz y temblorosa hormiga
y la paciencia infinita de cien mil millones de chinos tejiendo calceta.

Y los amigos de los hombres de plomo,
vestidos de hojalata y pan de oro,
se suben encima de las mesas de trabajo
y en un grito desesperado ensalzan al más ladino de sus asesinos.
Creen que sus hijos tendrán la libertad de perdonarles si se equivocan,
si se equivocaron, si volvieran a equivocarse en el futuro
porque volverán, sí, otra vez recobrarán la fe,
la pasión por un punto perdido en el universo que tintinea como un cristo
y una varita aparece de las tinieblas y les indica
mira éste eres tú, el escogido por los astros para guiarnos,
o para guiarlos porque nosotros ya estamos todos tan muertos,
tan malditamente muertos disecados putrefactos imbéciles
que me miran como si yo fuera un loco iluminado
y no entienden pero entienden algo de lo que cuelga entre palabras
y se quedan ahí con la boca abierta, con el ojo cerrado, con el culo apretado,
mientras los hombres de plomo
y los hombres de hojalata
y los hombres de pan de oro
y los hombres de melanina
y los hombres de plumcake y motas de chocolate
y los más descreídos hombres de lodo sobre la tierra
no cejan en su afán por afianzar a toda costa su fe y su creencia
en el disfraz vacío, vaciado, de carnavales sin ruido ni trombones,
y hasta que mañana, o dentro de unos pocos minutos, no estén ya
todos muertos...
todos...
muertos...
bien muerrrrrrrrrrtos,
ninguno tendrá otra vez alma para escribir un poema como éste,
con tanta rabia,
impotencia,
inutilidad,
tristeza
y amor como el que siento.


(Madrid, 20 de octubre de 2007)

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