viernes, 15 de agosto de 2008

La recompensa del poeta

NOTA DEL AUTOR: Hoy, 15 de agosto, es el cumpleaños de mi madre (Agustina González Fagundo, Torrientes 1910-Madrid 1995). Como la mayor parte de las madres, fue una persona muy importante, al menos para su hijo. En realidad, era todo un personaje (eso que un brasileño podría definir como "uma figura"), alguien muy especial. Ella representa esa Cuba que la Revolución terminó por extinguir (insisto en que hay tendencias psicopáticas y malsanas en personajes como Fidel Castro, o como Abel Prieto también por ejemplo, que se emplean a fondo en destruir la imagen a la que pertenecieron por nacimiento, ascendencia o educación). No fue una excepción, por supuesto: aparte características personales, era verdaderamente el símbolo de la mujer cubana. Esa mujer dulce y fuerte a la vez. Delicada pero no pusilánime. Capaz de encarar los problemas. Capaz de resolverlos. De darlo todo por las personas que amaba. De vivir la buena vida sin olvidar la mala. Muy crítica consigo misma y con todo lo circundante, creo que esta capacidad es la exteriorización de la inteligencia (no confundir ésta con habilidad, en ser "listo" no hay ningún talento, sólo sentido de la oportunidad). Y un sentido del humor tan disparatado como desconcertante. Por supuesto, tuvo defectos: fue egoísta, en reuniones de más de cinco personas ella permitía la participación de las cuatro restantes mientras ella fuera la figura central. Pero el mundo se detenía cuando ella decidía que era necesario pararlo por una persona. Creo que le pagué con la misma moneda, y estoy en paz con Dios.

FL0108~Layered-Veil-Posters

a mi madre

Una estancia amplia, desolada, en la luz profunda y dolorosa del atardecer.

En un extremo, una niña ensaya la declamación de unos versos en honor al Niágara.

Frente al espejo, separa los brazos de su torso y alza una mano hacia lo alto,

como si una cascada de gotas invisibles esperara allí

para mojar su piel con la transparencia del poema.

Como el sol la atraviesa por la espalda traspasando su cuerpo de organdí,

da la sensación de estar mirando una mariposa multicolor con las alas abiertas,

iluminada por el día que se escapa.

Será mañana el día, sí, será mañana, cuando ante sus compañeros le toque recitarla,

y deberá asegurarse de la entonación de cada verso

y, más que todo, de la solemnidad de cada silencio.

Su silencio debe resonar en ese espacio de tiempo

en que podrá oírse el ruido del agua y el sonido de su pecho corriendo al unísono,

cuando el poema pasa de ser una palabra a ser una imagen y se convierte en recuerdo.

"Este recuerdo a mi pesar me viene...

Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,

ni otra corona que el agreste pino

a tu terrible majestad conviene."

Ochenta años después vuelve el espejo en el horizonte

con su antorcha ungida en la voz de la memoria,

a iluminar ácidas tardes de balnearios sedientos

cuando arde la carne a la sombra de los pinos, y a los pies de la mecánica andante

se escucha el ruidito de una garganta que gorgotea, como una lenta cascada que fue

y que se agota, el lenguaje incomprensible de los mirlos.

Cuatro o cinco momentos ―escaso galope fugaz― marcan las preguntas de la vida,

las oscuras preguntas que nos hacemos en torno a la luz y a la ausencia.

Unos versos en un atardecer de niñas campesinas,

ciudades sin tregua para la cercanía y la distancia,

barrancos que dejan su imagen al borde del vacío,

labios que besan por vez primera,

hijos que vienen de un espacio infinito entre la noche y el fuego.

Todo ello es un rumor raído; un vuelo incendiado por el aliento, en el que el insecto ―esa mariposa que fue y sigue siendo, pasión, materia, ebriedad de la luz―,

queda apresado por una flor que en torno a ella

cierra sus cinco pétalos y la entrega al enigma, al misterio.

Vuelves una mañana, luego, al cabo de tanto tiempo,

a ensayar los versos de Heredia para el fin del curso,

y es una extraña mañana, en que de mañana ya atardece,

como si el día, apenas comenzar, estuviera vencido.

"Este recuerdo a mi pesar me viene..."

Y entre las nubes claras de las primeras horas oscurecen las ciudades del destino,

como si se trataran de una misma llama compartiendo un solo pulso.

Tu temor era infundado por vanos fantasmas;

tu éxito, absoluto: siempre diste con el tono del poema;

siempre lograste transmitir el vaho del agua

brotando de las meras palabras que un poeta reunió

ignorando que un siglo después servirían de música al vaivén de una vida.

¡Qué gran recompensa ha tenido!

Siento mi camisa pegada al cuerpo;

es agradable y molesta esta fina llovizna,

y doloroso y tenue este velo,

y esta niebla en la que suave, quedamente, te adentras como los antiguos griegos,

para quienes la palabra "muerte" era sólo oscurecer,

una mañana, una extraña mañana con atisbos de infinito.

(Madrid, 18 de Noviembre de 1995)

(C) 1995, David Lago González

Etiquetas de Technorati:

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Bellísimo, querido David. El día cinco hizo siete años del fallecimiento de la mía, y no puedo todavía adaptarme a que no esté. Zoé.

Anónimo dijo...

Al menos tuviste la suerte de tenerla contigo y no lejos.
Kuka