miércoles, 16 de marzo de 2011

Las cerdas de Remigio

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happy-pig

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I told you about Strawberry Fields.

You know, the place where nothing is real...

John Lennon

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Este lugar ya no es un lugar, este paisaje ya no es un paisaje.

Melania G. Mazzucco

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Crecí en un barrio tranquilo; las diferencias

por color o riqueza, o ausencia de ambos, se erguían y morían en su propio acaso.

Aquellos vecinos que no solían intimar con otros

conservaban siempre el saludo presto a cualquier hora del día.

Durante las carnestolendas se cerraban esos cien metros

y se dejaba una noche a nuestras anchas:

una orquestina amenizaba las horas

antes de la esperada elección de la muchacha más hermosa del barrio

(por aquel trono desfilaron Alicita Romero ―la de las Mejías, naturalmente―;

la Tati, con pretensiones de Mansfield morena; y Ana María Rodríguez,

que no por ser la más salida logró salir coronada alguna vez).

Anticipaba el final un suculento banquete, sobre una mesa que ocupaba toda la calzada,

impoluto blanco de manteles y servilletas, cervezas espumosas y amargas,

Víctor Calvo proveía generosamente con vinos de sus alambiques,

y con copiosos bloques de hielo,

la cercana fábrica de hielo de Guarina nos enfriaba las bebidas.

Luego los mayores se enzarzaban

en complicadas conversaciones con guitarras y clarinetes

y a los pequeños nos metían en la cama, resistiendo a toda costa el párpado caído.

Pero un día, no sé cuándo, todos nuestros hermosos vecinos desaparecieron,

murieron, o se fantasmearon. Las carnestolendas habían sido prohibidas.

Las cornisas de las fachadas comenzaron a caer; las persianas venecianas

se deshilacharon hasta el mismísimo ripio;

hubo que encabillar celosamente los patios interiores;

los álamos de toda la acera fueron arrancados de raíz;

dentro de nuestras casas tuvimos que empezar a comunicarnos en susurros y por señas

(por eso la gente piensa que el pueblo es tan educado...)

Y entonces apareció el negro Remigio

(ambas cosas no son peyorativas pero sí inseparables e irremediables).

A Remigio se le enrolla la amarillenta camisetilla por encima del barrigón

y por debajo, casi a ras de la ingle, cuelga un trozo de cuerda

con que ata algo que parece un pantalón.

Años ha una de sus mujeres vendía la leche que correspondía al hijo de ambos;

hoy el vástago es un maricón estelar del arrabal

(¿habrá influido la falta de leche, el calcio, las grasas naturales de la vaca?)

Pero ahora Remigio, además de mujeres y maricones, tiene una puerca.

El corral de la puerca es la acera; allí croncha gozosa escarbando en el lodo

y el sancocho que le echan.

Corta el paso a los transeúntes, pero nadie protesta: si van por la acera,

las personas levantan una pata por encima de la soga que somete a la cerda,

disciplinadamente alzan la otra y prosiguen su camino, acostumbrados a la infamia.

Otros se lanzan a la calzada. Sin temor: también los coches desaparecieron.

Así nos acostumbramos a todo.

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No hay tragedia sino subsistencia,

mientras no nos alejemos demasiado en el tiempo y la distancia.

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(Madrid, 15 de febrero de 2005)

© 2005 David Lago González

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