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Que se calle la orquesta antes de comenzar a tocar.
Que sea el único concierto sin voz.
Que a partir de entonces sus cantores no tengan paz,
por haber ido a cantar a la tierra de Dios y el Diablo
bajo el sol que la nieve disparó un día para cegarnos para siempre.
Que se ahoguen todos en la gran sopera de cerámica blanca
llena del óptimo merengue, virgen de cortes y éter,
que muchos dicen el mejor del mundo.
Que la negra única no pueda volver a gozar de mujer ninguna,
ni tampoco de un solo hombre.
Que el blanquito patético reciba la bala
que lo haga por fin tan hombre como para no serlo.
Que el paisa bonito se funda en negro, de camisa y corazón.
Que el minero y la mujer del minero vuelvan a su mansión,
pero realmente contaminados por el estercolero;
que lo que ellos consideran piedras con las que me han golpeado,
palabras con las que me han insultado,
gestos con los que me han humillado,
se ensuelva todo en sí mismo como un polluelo enfermo,
conjurado por el dolor de mi madre y la herida de mi padre,
y el dolor de todos
y la risa de todos
y la basura de todos.
Que abran y cierren la boca
con la frustración de darse cuenta que de ellas no sale nada.
Que dejen ya de creerse que piensan.
Que me dejen en paz.
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Que el pálpito de la miseria del hombre
vuelva a reposar tranquilo sobre mi párpado,
asumido como vida irremediable, gozosa y sufrida;
al fin y al cabo, mi única vida.
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(Madrid, 26 de agosto de 2009)
© 2009 David Lago González