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Para cuando... (ruido ensordecedor in crescendo,
voces, tráfico urbano, implociones controladas a cámara lenta,
plegarias, olas rompiendo, una copa que cae al suelo, remolino
del polvo en la ciudad, una mañana de campo bajo un árbol
donde canta un pájaro solitario...) quiero
un coche negro tirado por percherones blancos, engalanados
de oro, azul púrpura y turquesa, amarillo cegador y blanco.
Que camine sin sonido sobre los guijarros de Camagüey.
Con dificultad y suavidad, como las caderas de una jamaicana
que porta sobre su cabeza un atado gigante de ropa sucia
y baja por la calle de mi infancia, se detiene en el inoportuno
poste de la luz que corta la acera en “cuánto me falta”
y “en ya falta menos”, deja el lío de ropas en el suelo,
se seca el sudor, y vuelve a ponérselo sobre las “pasas” recogidas
valiéndose de una mano que apoya sobre el mundo
que se hunde en la grasa de sus caderas, y con la otra sujeta arriba
el otro mundo y echa a andar de nuevo... Es una cuestión
de equilibrios que el mundo de arriba y el de abajo cohabiten
el mismo universo de mis ojos, que quieren entonces
ser los ojos del mundo... o al menos, de otro mundo...
el mío.
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Yo voy a pedir por esta boca, no me importa nada lo que diga el populacho.
En fin de cuentas, siempre van a hablar...
Yo quiero que Joni Mitchell, y todas sus amantes,
y toda la prole celestial de ángeles de Vancouver y alguna de Québec,
rememoren “la última vez que vi a Richard”
como si realmente volvieran a ver a Richard por última vez
caminando a mi lado, tendido entre el coche orlado y los percherones
de patas peludas cuanto más cerca de los cascos,
y lo recuerden con esa voz entre la diznea y el foso de la ópera.
Quiero que Whoopie Goldberg se siente al piano otra vez
y comience quedamente a repetirme que tuve todo cuanto quise,
que la carencia quizás sólo fue una cuestión de destiempo,
y de equilibrio entre los mundos, pero que el resultado ha sido millonario,
y la cosecha la mejor habida en el universo
a pesar de todos los pronósticos
y de todo cuanto los miserables hicieron en uno y otro lado.
La miseria ni siquiera tiene conciencia del asno que golpea
porque ella, con sus ellos, se alimentan del golpe contra el lomo
y si el lomo desaparece, siguen golpeando
y golpeando,
para escucharse a sí mismos en su vana victoria.
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Por eso
yo voy a pedir por estos ojos
despertarme a la mañana de Chelsea
como antes de saber que sufría por ti
todo lo que la daga aventuraba en su filo mellado,
tudo machucado, tudo machucado
el corazón del apasionado que se lanzaba
por este camino de palabras que conducen hacia la locura,
la locura que es dolor del que no vuelve
pero escapa para siempre de lo ramplón y lo siniestro
entre los cascos de los caballos.
Mayo 2009.
© 2009 David Lago González
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