(c) Giorgio Vido_ Chiesa dei Carmene
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para Isabel Figueroa García-Alix
En vez de tomar el trillado camino de los curiosos organizados,
sales de la Toletta y tuerces a la izquierda,
adentrándote en la vida diaria de los mortales.
A medio andar hacia ninguna parte, la puerta lateral de una iglesia
te invita a dar las gracias a tus muertos, porque este viaje
no es sólo obra de la presencia, sino también de la impresencia
que Valente distinguió como “anhelante”.
El raso rojo que envuelve las columnas,
el púrpura de La Vigilia,
la madera negra del claustro que espera llenarse con las voces de las novicias,
tú sentado en un banco, el recinto solitario,
no hay más oración que el silencio y que quedarte quieto,
turbado por imágenes que buscas, rostros que rastreas, manos que ases en la nada,
voces que se dispersan, ojos, ojos que te avistan y te perciben, asceta allí,
turbado por no más que tu propio pecho.
Varios cirios enciendes a falta de flores,
de las “¡Flores, flores para los muertos!”*
con que aquel sureño ofrendó para siempre la memoria del recuerdo.
Tanto se acumula en la testa que te corona: pequeña sabiduría del ignorante,
versos, vidas, sombras,
parlamentos de la escena que has pisado y vivido en la vida de otros.
Al dirigirte a la puerta, reparas que un haz de decepción
cruza la mirada de la mujer del souvenir y sientes su peso sobre la nuca.
Sales y tomas la calleja hasta la plaza, el pórtico de entrada pone nombre,
y entonces te percatas de que la casualidad no existe.
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(Madrid, 16 de mayo de 2001)
© 2001 David Lago González
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