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© Eric Rondepierre
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La soledad es una pared llena de fetiches, de ídolos fracasados, de gente hermosa y palabras proféticas. La soledad es el traspaso del tiempo al espacio con palabras inservibles. Son también recuerdos.
Recuerdo que para darme la bienvenida al Viejo Mundo --que entonces para mí era el Nuevo, --unos amigos escogieron enviarme una postal que dibuja un hombrecillo que vuela en sentido contrario al de los pájaros y todos se miran perplejos, como preguntándose cuál es el rumbo adecuado.
Sin duda, mis amigos son, por lo menos, gente un tanto peculiar que gusta de decir la verdad con fina ironía, o simplemente observan las circunstancias que nos han convertido en raros especímenes en franco desarrollo de desaparición.
Nos desarrollamos para desaparecer, nos diversificamos para esfumarnos en las oscuras habitaciones donde revelamos los negativos que nos negamos a mostrar a la humanidad, a esa humanidad tan ávida de fotos a todo color y gente siempre sonriente, botellas de Coca Cola, sombreritos graciosos y pitidos agudos que inundan el silencio, ese silencio que podría ser tan hermoso si esa humanidad no se empecinara en aparentar la máxima expresión de la felicidad.
La soledad es una pared de la que cuelgan unos pocos recuerdos salvados del naufragio --no olvidar que yo he sido uno de los supervivientes del Titanic del futuro, y mi flotador todavía milagrosamente me sostiene sobre el agua, sin duda porque el material utilizado a principios de siglo no era esa basura con la que ahora no sabemos qué hacer, --pero los recuerdos, propiamente dichos, en sí son pocos:
unas fotos de mis padres, siempre jóvenes y alegres, pues la agonía forma parte de los negativos y de los cuartos de revelado; una foto de su boda: una ceremonia campestre de suaves enramadas y una "chusma" --bautizo recibido por boca de mi madre --que se coló y bebía cerveza a pico de botella como los norteamericanos del estado de Texas, algo definitivamente impropio para celebrar un hecho que en aquellos tiempos marcaba tanto la vida, incluso a veces hasta para siempre. Y la palabra "siempre" es cosa seria.
Está también un soneto que me dedicó Rogelio Quintana por alcanzar la libertad de abandonar para siempre --cosa seria --el Nuevo Mundo, tan nuevo y moribundo desde siempre.
Un dibujo que Enrique me hiciera con una vieja máquina Underwood.
Una foto de su boda con Gisela. En el reverso, Enrique había escrito: "A quien pregunte, dile que es un gigoló de mil dólares la hora", lo que denota una excesiva valoración de sus dotes amatorias y al mismo tiempo la sospecha de que ya la boda en sí no era una cosa tan seria y se evidenciaba que no sería para siempre, como las bodas de antaño bajo románticas y suaves enramadas.
Y hay un recuerdo muy especial y profético que hace 26 años escogió para mí una bruja amiga inolvidable. Son unas palabras de Vallejo cuando pasaba hambre en París, y es preciso que las repita ahora, en mi soledad, que es también la vuestra si por unos minutos queréis compartirla y así hacemos sonar estas inermes palabras, estas indefensas voluntades, como un coro que recita la incapacidad para a veces hacernos con la vida.
Vallejo dice:
"...Tengo que ver de agenciarme la vida. Yo no tengo, en verdad, oficio, profesión ni nada. Sin embargo, ¡tengo afán de trabajar y de vivir mi vida con dignidad, Pablo! Yo no soy un bohemio: a mí me duele mucho la miseria y ella no es fiesta para mí, como lo es para otros. Usted ha vivido mi situación en París. ¿Es que acaso no quiero trabajar? A Las Usinas he ido muchas veces. ¿Será que he nacido desarmado del todo para luchar con el mundo? Puede ser. Pero ese sobresalto diario viene a dar directamente en mi voluntad, y la apercolla y parece haberla tomado de presa preferida. En medio de mis horas más terribles, es mi voluntad la que vibra, y su movimiento va desde el punto mortal en que uno se reduce a sólo dejar que venga la muerte, hasta en punto en que se intenta conquistar el universo, a sangre y fuego."
Y poco más que pueda llamarse recuerdo: unos versos de Rolando Morelli agradeciendo su estancia en mi casa --un acto casi propio del diecinueve --con un tenue soneto de una hoja que cae sin dolor, tal vez algo así como una manera dulce de ver la muerte.
Y una foto que tomé a Segovia el 5 de Abril de 1983, un día de nieve inolvidable.
Lo demás son aditamentos: la soledad también se adorna para no parecer tan sola.
Hay una foto de Hemingway, que fraudulentamente siempre escribía sobre esos cuerpos en transición que no eran sino el suyo propio. Su esfuerzo por demostrar la hombría a toda costa ocultando su impotencia ante sí mismo y la tragedia del falo menguante. Es un descanso en una cacería, y al lado reposan su hijo, su escopeta, un río, y el tiempo.
Luego le sigue esa bella foto de James Dean con impermeable negro paseando bajo la lluvia de New York un día que debió pertenecer al otoño (la estación más apreciada por los cuerpos en transición, de los cuales, sin duda él formaba parte).
Una foto de Blanquita Amaro en "Bella la salvaje".
John Wayne siendo joven, antes de que se despeñara por las colinas irlandesas tras la pelirroja Maureen en su única película memorable.
Los cuatro Beatles con el espacio en blanco de John, ya traspasada la transición de su cuerpo.
Un extraño dibujo de Isidro Carnicero que representa una lid torera en la que rejoneador y toro cuelgan de unos globos, por encima de una multitud que parece aclamarles o simplemente llamarles "locos".
Van Morrison. Jack Lemmon y Tony Curtis en "Some like it hot".
Lezama contrastando opulencia y poesía contra una fachada descascarada: en fin, la misma realidad que le tocó vivir.
"Rocco e sui fratelli", en ese instante en que la madre se cuelga de Rocco, como colgándose del cuerpo ausente de Salvatore, y nos brinda esa clase de llanto que sólo los sicilianos son capaces de servir en las frágiles y apasionadas copas de sus corazones.
Y Thomas Mann. Y Elvis Presley en sus primeros tiempos, años 54 o 56, cuando aún bajo la guitarra se podía presentir el volante del camión que conducía en Memphis, estado de Tennessee.
Y Marilyn diciendo: "No me gustan las playas para ponerme morena: me gusta ser rubia", lo que en realidad era mucho menos imaginativo que la frase de Queta Pando: "Si tengo una sola vida, ¡déjame vivirla rubia!".
Ah, y no olvidar a Harvey Keitel con el torso desnudo: esos pezones que nunca morderé.
Humphrey e Ingrid en ese justo momento en que él dice: "From all the gin jails in all the towns all over the world, she walks in the mine. Play it for her and play it for me! Play it!" Y Dooley Wilson comienza a recordar que un beso será para siempre un beso, y un suspiro un anhelo… por toda la eternidad.
Y hay espacios vacíos. Todavía cabe más para llenar la soledad.
Una planta voraz y carnívora que nunca se sacia.
Algunas veces, cuando escribo frente a ellos, me quedo mirándolos y me pregunto si realmente representan algo; cuando todo pasa tan velozmente que apenas si podemos retener estos trozos de instantáneas que una vez fueron hechos, personas, palabras y besos,
y hoy simplemente quedan colgados de una suave melodía de Duke Ellington que se disuelve en el recuerdo del día de ayer que apenas si logramos devolver a la imagen que queremos evocar, cuando queremos evocar algo…
en nuestra soledad.
© 199… David Lago González
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In my solitude you haunt me
With memories of days gone by
In my solitude that never die
I sit in my chair
And filled with despair
There's no one could be so sad
With gloom everywhere, I sit and I stare
I know that I'll soon go mad
In my solitude, I'm afraid
Dear Lord above
Send back my love
I sit in my chair
And filled with despair
There's no one could be so sad
With gloom everywhere, I sit and I stare
I know that I'll soon go mad
In my solitude, I'm afraid
Dear Lord above
Send me back my love
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