.
.
Eufemismos
David Lago González
En Estados Unidos les llaman “homeless”; aquí comenzaron a llamarles “sin techo”. Sucedió como con las criadas, que pasaron a convertirse en “asistentas del hogar” sin que la carga del trabajo variara consecuentemente de acuerdo a la elegancia del eufemismo. Al mundo desarrollado no le gusta tener indigentes, menesterosos, pordioseros, limosneros, basura de un pasado impropio, y les re-bautiza con ese calificativo equívoco ―yo diría que hasta piadoso (falsamente, claro está)― que pretende imponer una dignidad a la indignidad. Incluso he de admitir que hasta a ellos mismos parece ayudarles en cuanto a la explicación, si es menester, de su propia situación: “estoy en la calle” no es lo mismo que “vivo en la calle”: en el espacio entre las dos frases sobrevuela una nube de transitoriedad. La única verdad es que el individuo está y vive a cielo raso, pero entre ambos verbos existe una débil, sutilísima línea divisoria, que otorga a aquel que ha llegado a tal punto un cierto ardid que le permite escamotear y escamotearse la cruda realidad.
En los últimos tiempos, la casualidad ―o yo qué sé cómo llamarlo― comenzó a introducirme lentamente en ese grupo. Empecé a ligar con “homeless”. Evidentemente era un detalle personal que desconocía en su punto de partida, o de inicio, porque aunque no usaran smokings tampoco enseñaban harapos. No todo el mundo tiene obligación de ir siempre bien vestido, y con andar “arreglao, pero informal” ya es suficiente. Quizás preferible, según mis gustos.
El primero fue aquel que me pidió “la voluntad”. Un chapero es implacable y propone un precio de acuerdo a su tarifa de auto-valoración y por eso dudé, pero, por esos recursos mentales que se busca uno pretendiendo encontrar justificaciones y comprensiones, pensé que quizá había dado con alguno que había alcanzado su noche buena, el lugar adecuado en el momento justo (no sé si él o yo), o le sobraba el dinero, o se había vuelto loco, o había decidido esa madrugada cargarse a alguien o robarle o sabe Dios qué, o que había bebido más de la cuenta y le daba lo mismo irse a la cama por más o por menos. Imaginando que mi proposición no avanzaría ni medio metro fuera de la boca y que tal vez sería repelida con un insulto, le transferí mi profunda y triste verdad: “mi voluntad, para desgracia de los dos, no puede sobrepasar las cinco mil pesetas”. Mas, para mi sorpresa, él accedió, y nos fuimos a casa.
Resultó ser excesivamente cariñoso y entregado, lo que me hizo volver a recelar de su perfil profesional. Nadie que cobre ―aunque sean cinco mil pesetas (incluso peor aún si son sólo cinco)― se da de forma tan inmediata, casi ansiosa. Y resultó todavía peor al final de todo porque rechazó el uso de preservativos, lo que añadió otro punto a la lista de las dudas: a no ser que estuviese infectado y fuese malo-muy-malo, los chaperos se cuidan porque, al fin y al cabo, el cuerpo es su medio de vida. Y en una de esas volteretas ―de la cama y de la vida― se lo pregunté, y fue entonces cuando supe que no se dedicaba a ello como “carrera”, sino porque estaba en la calle.
Le di mi teléfono.
Al cabo de un mes, llamó. Volvimos a vernos, y volvimos a casa. Esta vez no me pidió la voluntad. No me pidió nada. Había mejorado, parecía. Venía muy bronceado, pero no apaciblemente tostado por un sol de playa sino como quemado por uno de rigor: campo, castigo, trabajo. Me dijo que había estado en la vendimia y que, como me había prometido en el encuentro inicial, esa segunda vez no estaba en venta. Me alegré por él y por mi bolsillo, que seguía sin andar todo lo bien que habría querido yo.
Descendimos a esa zona desértica y al mismo tiempo selvática llamada colchón, donde dos hombres pueden luchar espléndida o lamentablemente, poniendo a prueba todas sus fuerzas, mañas o torpezas; pero a la media hora fue rendido por el sueño. Dormimos ―durmió él, para ser exacto― muy abrazados, y en la duermevela de la temprana mañana me fue desperezando la irrupción de otro despertar que fue cobrando cada vez más dureza y consistencia hasta perderse en las profundidades de otra oscuridad. Así se asomaba y se escondía, como un sol que juega a ser luna y la mañana pasa a ser noche; y la noche, día; y si cierras los ojos, amanece; y si los abres, desaparecen las siluetas, tragadas por las dunas y la humedad del vado, sin saber qué cosa es arena y qué cosa barro.
Continuamos viéndonos. Unas veces le veía más presentable, otras peor. Me llamaba y me pedía que bajara a buscarle a Madrid. Tomaba el metro y él me esperaba en Sol, en la puerta de la cafetería Rodilla. Algunas noches cenábamos en mesones; una, en un restaurante de comida cubana. Otras noches subíamos a casa, pero sólo repetimos sexo dos o tres veces más, porque a medida que avanzaba en tiempo y en distanciamiento aquella relación, el olor de sus pies se multiplicaba de forma tan geométrica que me impedía la erección, el placer, y hasta la mismísima abstracción mental era incapaz de sobreponerse a la olfativa. Aceptaba dinero si se lo daba, pero no me lo pedía, salvo cuando se marchaba a Alicante o Valencia, no sé a qué, suponía yo que a algún trapicheo de drogas, cosa de poca monta; entonces, a veces me llamaba desde esos lugares para que le girara lo que pudiera a lista de correos y así poderse volver a Madrid. Yo habría querido ser tan pragmático como otros muchos, incluso tan grosero como tantos, pero, no sé si por cuestión de latitud o de sensibilidad, carezco de esas virtudes. Él me decía que nadie había hecho por él lo que yo. Posiblemente tenía razón. Pero eso me lo han dicho otras tantas veces y de nada me ha valido. Yo nunca lo he hecho ―decirlo, quiero decir― porque, por mucho que pueda ser la gran verdad de la vida, despide un cierto tufo a falsedad, a frase hecha, que tira más para atrás que el olor de aquellos pies, sus pies.
Así que la cosa siguió. La última vez que le di dinero quise ponerle a prueba: se lo presté. ¡Qué tonto!, dirán ustedes. Bueno, sí, pero se lo presté porque decía que había encontrado un trabajo en una pastelería y necesitaba dormir esa noche en una cama para poder trabajar a la siguiente y yo no quería traerle por lo del olor. Entonces desapareció dos meses. Pensé que nunca recuperaría aquel dinero, pero que al fin me había librado de algo que yo no podía solucionar.
Me equivocaba, en cierta forma. Un día inesperadamente llamó y me contó que trabajaba de vigilante, en un sitio por el día, y por la noche en un edificio en construcción. Se había alquilado una habitación en un piso de Villalba por 35.000 pesetas; seguía casi sin dormir pero esta vez por el esfuerzo de levantar cabeza, y quedamos para vernos esa noche, y me pagó el dinero prestado, y me invitó a cenar “pulpo a feira”, que sabía que me gustaba mucho, y pagó él. Pero yo no le dije nada de lo que ya se me avecinaba. No sé si continuó llamando después.
-o-
El segundo y el tercero no cumplen rigurosamente ese orden porque los tres se van sucediendo y alternándose con el primero, pero entre sí mantienen el rigor de la aparición. El segundo no era precisamente un “sin techo”, pero iba tan aceleradamente soltando tejas a lo largo de su vida que pronto se quedaría a la intemperie. Tuve que esperar a que otro que estaba hablando con él, desistiera ―pensaba yo, pero al poco rato comprendí que, más que desistir, se habría cansado― para acercarme yo.
El chico hablaba, hablaba y hablaba sin parar e iba de la metafísica al coqueteo con una facilidad pasmosa. Era obvio que, además del fuerte olor a alcohol, había algo blanco en aquel fondo que contenía el líquido de la noche. Cuando le dije de venir, me llamó loco, que si no sabía todo lo que pasaba por ahí, que yo no le conocía ni él a mí, que éramos dos desconocidos, strangers in the night, agregué, sí, dijo, y de ahí saltó a Chiapas y la globalización, y hasta nombró a Degas y todo, y yo me pregunté qué tendría todo eso que ver con una simple proposición deshonesta. Entonces me pilló el acento y empezó con la retahíla de naciones hispanoamericanas, yo negándolo todo, incluso cuando pasó por la mía, hasta que le confesé haber nacido en las Indias Occidentales, y él, ¡joder, qué exotismo!, y yo, pues sí, y él, pero no serás de los mismos que se volvieron con Colón, ¿no?... Y ahí ya me fastidió el juego porque adiviné que al menos un poquito de historia parecía saber y, aunque la sutileza de la ironía hizo aumentar los jugos gástricos de una cierta maledicencia y atracción retórica, comprendí que esa noche yo simplemente quería ir donde estuviera la acción y no la palabra. Y le dije adiós,
“que de ti no tengo interés
en saber...
naaaaada,
naaada,
naaaaaaada”.
Mentira cochina. Cuando pasado un mes (fue él quien me recordó el tiempo exacto) me lo encontré en Black & White, me acerqué a saludarle. Dice un amigo que a mí me encantan los bajos fondos; yo atenuaría la inmersión en su lacerante implicación ética diciendo que siento una inquietante y tal vez insaciable gravitación hacia el enigma, tan inexplicable como el enigma en sí.
Estuvimos bromeando con el recuerdo y con un derroche de palabras entalcadas que salían vertiginosamente por aquella boca, hasta que yo me volví a mi vaso de vodka, objeto que me parecía más fácil de retener que cualquier otro; y más tarde, al cabo de unas dos horas, volvimos a coincidir en otro sitio, en otro sitio que podría bautizar como “la parada de los <homeless> encubiertos”. Esa vez nos fuimos juntos.
Nada más entrar en el salón se detuvo ante la reproducción del Jardín de las Delicias, del Bosco, e intentó entrar en el detalle de todas las visiones que pueblan el cuadro y colmaban la imaginación desbordada del pintor. Ante tal amenaza, le previne que, además de ya conocer sus significados, prefería que me mostrase su erudición en otro terreno, pero, no obstante, le señalé algunos originales que colgaban en el salón, regalados por amigos pintores. Fue entonces cuando me confesó que él también pintaba, que era del grupo catalán de Mariscal y compañía, y yo le pregunté qué pasó pues, y él me dijo los demonios, tío, los demonios, tú no te imaginas lo que es eso. Más o menos alguna idea se me iba formando ya cuando él me interrumpió para preguntarme, casi asegurándoselo, pero entonces tú amas la pintura, ¿verdad?... Tanto como amarla amarla, con esa pasión que tú pones en la pregunta, no lo sé muy bien, pero admiro y me gustan muchas cosas, dije. Y él me pidió ―e insistiría durante toda la noche y a la mañana siguiente― que le buscara algún sitio para exponer sus cuadros porque le habían propuesto hacerlo en La Lupe pero tenía que ser a cambio de sexo y él quería algo limpio: una cosa era su pintura y otra su leche, y nos pusimos a hablar de pintura. Yo le enseñé un libro de José Hernández y le hablé de la exposición de Barceló en el Reina Sofía, las maravillosas consecuencias de su viaje por Malí, las sombras azules de los nómadas reflejándose sobre el ocre desierto, los animales muertos expuestos a la venta colgando de un alambre en algún mercado callejero, la sangre encharcada sobre la tierra... Oh, tío, pero tú amas la pintura... joder, eres un tío sensible y vas a ayudarme a encontrar una galería. Demasiadas cosas sentadas, cuando lo único que estaba sentado por entonces era mi cuerpo junto al suyo, los dos sobre la cama.
La noche ―o más bien, la madrugada y la mañana― me fue conduciendo a lo largo de esos senderos laberínticos que engañosamente muestran el indicio de alguna salida, y cuando se llega a ella la supuesta puerta está sellada por un seto que te desvía a otro camino y a otro y a otro y a otro. Lo que iba a ser polvo, al polvo volvió –memento homo quia PULVIS eris, et in PULVEREM reverteris-, pero su significado sexual fue pisando (o pisoteando, tal vez) peldaños en los que unas veces se ponía el pie sobre el sexo, otras sobre la metafísica, otras sobre la historia del arte, otras sobre la risa, otras sobre la poesía, la paranoia, la muerte, la vida más allá de la muerte, el Bosco, la incomunicación con unos padres que daban más importancia a la televisión que a su mundo (los comprendí perfectamente), la traición de la amistad, el descenso a los infiernos, la belleza, la culpa, el asco. ¿Yo te doy asco?, le pregunté. ¡Noooooooooooooo! Tú eres un oasis que me he encontrado esta noche. ¿Sabes por qué aquella primera vez no me vine contigo? ¿Por qué? Porque entonces tenías la mirada del demonio. ¿Hoy también? Hoy tienes los ojos de un ángel. ¿A ver? Déjame verlos. Sí. Míralos ahí, me están mirando. ¡Ah, tío, qué suerte he tenido esta noche!
Sí, qué suerte. La suerte se bebió una botella completa de Absolute Vodka, media de ginebra y todas las existencias de la multinacional Coca Cola que guardaba en la nevera. Pero valió la pena. Días después le hice un poema, “Mom petit Baudelaire”, que nunca le entregué. Algunos piensan que soy una buena persona, pero en realidad los poetas somos una especie “sublimizada” de los vampiros. Somos chupasangre, chupavidas. Nos apropiamos de material ajeno, personal, secreto, íntimo, para hacer unos versitos de mierda, y eso no es honesto.
Cuando en un momento de la mañana alcé la persiana, se quedó mirándome a la cara. ¿Ves? Ahora sí los veo bien. Qué limpios tienes los ojos, como los ángeles. ¡Y son verdes, tío, son verdes! ¡Cómo me gustan los ojos verdes!
Y nos fuimos a desayunar. O a almorzar, no sé bien. Mientras, empezó a contarme una trama de Narcís Serra y otros miembros del Partido Socialista para hundirle, confesión que me hizo acelerar el paso y dejarle subido al autobús, no sin antes insistirme hasta la pesadez para que le acompañara a continuar la juerga, hasta que cayéramos en lo que él llamaba “la bendita amnesia del alcohol”. De pronto, era como un delirio de Ginsberg, pero con falo, culo, piernas, cuerpo y rostro mucho más hermosos.
-o-
La tercera “anunciación” se materializó con acento gallego. También cuando le propuse venir a casa me alertó sobre el peligro de ir con un desconocido (que era él, no yo: al parecer, daba por sentado que al tener un techo la posibilidad de ser inofensivo iba incluida en el contrato de la vivienda). Pero no me daba miedo. Sólo me puso una condición: que no lo echara a las cinco de la mañana porque ―y fue entonces cuando me habló de la verdad― estaba en la calle.
Con esa premisa, además de la prisa, llegamos a casa. Le pregunté por bebida, y no quiso. Le pregunté entonces si había cenado, y ante su “no, pero no importa” le dije “a mí sí” y le preparé un revuelto de gambas y ajetes. No tomaba alcohol, cosa casi insólita en esa especie que en tiempos de la depresión del 29 el mundo anglosajón bautizó como “vagabundos”, otro eufemismo. En cambio, me preguntó si tenía música clásica, y en su honor quisiera certificar que ha sido la primera y única persona que me ha requerido el acompasar sus oídos con ese dédalo de instrumentos que se suceden y superponen en delicada contraposición a la frenética sucesión y superposición de otros instrumentos por pasajes de igual complejidad. Para iniciar la sesión yo escogí mi pieza preferida: la “sonata para violín y piano en La Mayor” de César Franck.
Ya desnudos, me pidió otro favor: poder lavar la ropa esa noche. La ropa, toda su ropa, incluidos los varios jerséis y el plumífero; sólo se salvaron los zapatos. Y corriendo se metió al baño: sería la primera de las casi innumerables duchas que durante la noche y la mañana repetiría. En una de ésas me dijo: “no sabes lo que es el agua hasta que te falta”. Y por los resquicios que nos dejaba la agotadora sesión continua de porno duro fue contándome trozos de su vida. El escuchar hablar gallego inmediatamente me hace situarme en familia. Esa suavidad me ablanda mucho más que la cubana, permeada por tantos personajes vergonzantes. Y de pronto me sentí como si fuese él quien estuviera fuera de su país, y yo “el paisano” que en tierra extraña le echa una mano y habla su idioma. Bueno, en fin de cuentas, ambos estábamos algo lejos de Galicia.
Colocamos la ropa encima de todos los radiadores y bien entrada la mañana ya había secado. Yo le pregunté, y me dijo entonces que era la única que tenía, que le habían robado la mochila mientras dormía sobre el banco de un parque noches atrás. Aquello me remitió a un pasaje de mi etapa anterior de la vida, casi de mi antigua reencarnación, pero eso es tema para otro monólogo, luego, cuando esté más solo. Me vienen a la cabeza muchas cosas. Continuamente. Como un carrusel: caballos, cisnes, barquichuelas, suben y bajan mientras dan vueltas, y yo encima de cada una de ellas, como cuando era niño.
Camino del metro me separé de él por un momento, me acerqué a un cajero y saqué cinco mil pesetas. Se las di. “¿Estás loco? ¿Sabes lo que haces?” ―afirmó, más que preguntarme―. Perfectamente lo sabía y le pedí perdón si le ofendía. Esa noche y la siguiente dormiría en una pensión. Fue lo último que me dijo antes de despedirnos.
-o-
Acabo de salir de un bar. En realidad, apenas he llegado a entrar porque, cuando advirtieron mi intención, vino un camarero y me empujó fuera de la puerta, a la calle. Yo sólo quería un vaso de agua, incluso llevo algo de dinero y podría haberme comido un bocadillo, pero sólo quería un vaso de agua: tengo una sed que me muero. De modo que cuando vi el primer alcorque con un poco de la lluvia de los últimos días, estancada, llamándome sugerentemente como un oasis en medio del desierto, no me lo pensé dos veces: me tendí cuan largo soy sobre la acera y me puse a beber como un perro. Con el rabillo del ojo vi que se acercaba una mujer, y al verme se echó a la calzada para evadirme. Seguramente le daría asco. O miedo. Pero yo ya estoy acostumbrado a ver expresiones así en la cara de los demás.
Y entonces, cuando volví a concentrarme en mi tarea, me acordé de un anochecer de mayo de 1982, recién llegado a Madrid, cuando a toda prisa bajaba de la pensión de la calle de Canarias en busca de una barra de pan antes del cierre de la tienda, y casi me doy de bruces con un hombre que estaba haciendo lo mismo que yo: beber de un charco. Y entonces pensé en Knut Hamsun. Y entonces pensé en mí.
.
(Madrid, 20 de diciembre de 2000 – 1 de febrero del 2001)
© 2001 David Lago González
.