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3. La perrita atada al álamo
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Era un hombre mayor, de unos setenta años.
Se ataba el pantalón con una cuerda,
no sé si por promesa o por miseria.
Tenía el pelo blanco, ancho el cuerpo en el centro
y afinadas las piernas, como las jamaicanas.
Casi no hablaba, quizá por dignidad o por vergüenza.
Sus modales eran finos, cosa mala para algunos.
Y él llegaba temprano, a eso de las siete de la mañana;
ataba su perrita sata al álamo del portal y le pasaba la mano para que no ladrara;
luego entraba en la casa y se ponía a limpiarla
desde el fondo hasta la calle, como las putas, para echar lo malo fuera.
A pesar de los años, era rápido.
Le brindábamos café, o chucherías, y nunca aceptaba;
creo que una sola vez se quedó a comer.
Sólo consentía la comida que le traía a su perra.
Sudaba mucho, ya no estaba para cargar
aquellos muebles de caoba, más propios de gladiadores.
Era un hombre mayor, canoso engominado,
y ataba su perrita al álamo frente a la puerta,
la acariciaba y le hablaba como a alguien muy querido.
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(Madrid, 21 de mayo de 2000)
© 2000 David Lago González
(de Tributos, “El ciclo del bienestar”)
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