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Alfred Kubin, Solitude
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Ah, Señor de las Tinieblas Ignotas, dime Tú, si aciertas,
cómo es que, pasado el peligro de la molesta presencia
de aquellos que en vida fueron comprometedora compañía,
esquivado fantasma, saludo negado o respondido
por una fugaz y minúscula señal que resultara inapreciable;
o simplemente un muerto en vida, solitario y apestado;
al cabo de los años de perdón que la muerte otorga,
cuando el riesgo de la sangre es sólo cenizas,
comiencen por doquier a aparecer los peces multiplicados de la amistad
y se escancie con profusión el vino ―como en las bodas de Canáh― de las íntimas (confidencias.
"Yo, que le acompañé como una sombra en las últimas semanas..."
"Yo, que estuve a su lado" ―nunca se precisa de qué lado― "en los momentos (difíciles..."
"Yo, que le sostuve de la mano cuando le dieron la mala noticia..."
"Yo, yo mismo, que le cerré los ojos..."
"Yo, que me senté en sus rodillas..."
“Yo, que dormí en su moisés...”
"Yo, que nunca le negué, por más que el gallo cantara..."
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Ah, Señor de las Tinieblas Ignotas, dime Tú, si aciertas,
cómo la cálida y entregada amistad no les llevó también
a ser sombra y silencio,
párpados yertos,
temblona rodilla del pánico,
muerte,
muerte,
y muerte.
Pregúntale a Virgilio y a Lezama y a tantos otros
si estos apacibles tiburones de la carne resucitada
fueron en verdad aquellos panes y peces
que salvaron del hambre a los cinco mil en la ribera del Tiberíades.
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(Madrid, 22 de octubre de 1999)
© 1999 David Lago González