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Agustina González Fagundo, 1930
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ESTUVE A VERTE EL DOMINGO, último día del año.
Quería leer tu nombre en la puerta.
Un nombre más, perdido y solo entre un mar de idéntico granito,
adornado con frases hechas que la moldura uniforme les hace perder significado,
y números, números por todas partes,
adocenando personas que una vez fueron únicas,
al menos distintas unas de otras.
Los números en los últimos tiempos te han perseguido
con una cierta saña: fuiste la 615, la 417, la 514, la 642;
ahora eres la 29, y sólo hasta dentro de diez años.
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Pero han sido generosos
y para no despojarte totalmente de la individualidad
siempre te añadieron una letra: has saltado de la A a la D
pasando por la C, omitiendo siempre la B,
para finalmente volver a la inversa a la primera.
Con la A viniste y te fuiste con ella, como marca de nacimiento.
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A de abismo, de amputar,
de abnegar y abocar; la A de abofetear, fuerte y con rabia;
la misma de abogar, defendiéndote como un inocente
que el jurado confunde y condena a muerte;
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la A de abominación, de abonar,
y de abordar un velero sin retorno;
la de abrasar y abrazar,
unidas por un abrazo agostador y definitivo;
la que abriga, la que se abre como una grieta vencida por el tiempo;
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la A de absoluta,
como corresponde a una reina que ejerce su cesarismo
desde la abundancia pulular de un trópico enriquecido por la luz carcajeante de la nieve.
La que acecha y acepta al acerbo vencedor.
Acierta con acidia el enigma que se adentra un paso más cada día
hasta acomodarse en el destino como un escolta a la sombra de su rey.
La A de acompañar, de ser compañera de camino,
amiga,
y de actuar como un acróbata atrapando su trapecio en el aire
para no adjudicar del ornamento de ser el cisne del circo.
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A de afanarse en terminar el trabajo con dignidad y puntualidad.
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A de afortunada.
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Y también, la terrible A de agonizar,
con el aguante paciente y mudo de un alfiletero.
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La A del aguanieve, que cae, afilando una lluvia imperceptible
y cala hasta lo más hondo su chirimía afinada,
instalándola para siempre en nuestros corazones
como un cepo olvidado en el bosque
donde caen los animales una y otra vez
y se agolpan sus osamentas contra la sombra de los árboles.
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Aislamiento de la cadena que se queda sin su áncora,
al garete en sus bandazos contra la nave que parte
y en medio de la noche levanta su alarido lento y sincopado
de alma que tonifica la niebla.
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La A de la alquimia y la piedra filosofal.
La A oculta en el bienquerer, apasionada como un idólatra, adoradora
de la conquista desplegada a su abrazo: sólidas agarraderas de su dársena ambulante.
Y la A de agur devenido en abur; la A del adiós.
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Números y letras han llenado los últimos años de tu vida,
y te acompañan en el silencio interminable
junto a estos versos que quieren rescatarte del anonimato
para ofrecerte el recuerdo y restablecer tu cuerpo intacto
y el alma que se traslucía a la sombra de tus ojos.
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Quise dar un toque de distinción a tu puerta
con palabras que intentaran ser otras
para subrayar lo que es desigual al resto de ese campo inmenso y silencioso,
ya sabes, en fin de cuentas un código entre nosotros,
―un estar donde tú estás y tú estar donde yo esté―,
pero todo ha de pagarse religiosamente, amiga,
en este mundo que abandonas
y las palabras, aun siendo nuestras, escancian mis maltrechas divisas,
como un diezmo que nos cobran injustamente
por haber disfrutado de la embriaguez de habernos conocido.
Pronunciémoslas ahora en voz baja,
sin que se percaten de ello los tasadores de impuestos;
pronunciémoslas,
para sellar nuestro encuentro en esta mañana de invierno,
soleada y limpia, tregua de borrascas encontradas,
en este campo inmenso y silencioso, sembrado de paredones
y flores que se marchitan;
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pon tus labios con los míos
y sin que nadie nos oiga escribamos en el aire:
"Ay, un estremecimiento: eres.
Y estás a mi lado."
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1996. 6 de enero.
© 1996 David Lago González