jueves, 1 de noviembre de 2007

LOBOS (Camagüey, 1973)









El hombre puede idear toda clase de objetivos personales, de fines, de esperanzas, de perspectivas, de los cuales saca un impulso para los grandes esfuerzos de su actividad; pero cuando lo impersonal que lo rodea, cuando la época misma, a pesar de su agitación, está falta de objetivos y sin salida, cuando a la pregunta planteada, consciente o inconscientemente, pero al fin planteada de alguna manera, sobre el sentido supremo más allá de lo personal y de lo incondicionado, de todo esfuerzo y de toda actividad, se responde con el silencio del vacío, este estado de cosas paralizará justamente los esfuerzos de un carácter recto, y esta influencia, más allá del alma y de la moral, se extenderá hasta la parte física y orgániza del individuo.



Thomas Mann






CALLA EL CORAZÓN. Las contradicciones,
como el animal que vence en la contienda,
se pavonean con sutil aplomo
deteniendo el curso de las aguas
para someterle en la estrechez de la jaula
como a un imberbe cachorro de fieras.
Si una hoja roza demasiado fuerte la cubierta inexorable de la puerta,
una gota de sospecha escapa incomprensiblemente
deslizándose en su copa como un veneno que paraliza sus deseos.
Calla. Flota sobre él
y le enmudece la imagen de un lobo
dominado por un bosque ausente,
algo fatigado y somnoliento, profundamente resignado,
pero también profundamente convulso, violento,
que yace ahora entre lo negro del tinte y la piel del papel
y, ante un lobo más fiero, se echa a dormir
en ese fragmento de la tarde en que el sopor,
inanimado y hondo, domina las miradas,
mientras las moscas perezosas apenas alzan el vuelo
y un ardiente solo aletarga sin la menor compasión todos los sueños.
Las contradicciones, como una loba en celo,
se mueven casi imperceptibles buscando la punta de la herida,
el fuego en que lentamente arde como en un sacrificio.





ESTÁ DETRÁS DE LA PUERTA,
detrás de la puerta y husmeando a través de la ventana,
como la sombra que se desplaza en la noche,
mitad fantasma, mitad incertidumbre sobre la próxima mañana.
Está en el café que reposa en las tazas, como la mancha de aceite
sobre los mugrientos riachuelos que acompañan a las ciudades.
Está en el vapor de las aceras
atizadas bajo los leños que prende la calma.
Está en el aire que a ratos parece animar los árboles
y dar vida al verde de sus ramas.
Está en las venas y en la sangre
como una manada de hormigas en camino hacia su cueva.
Está en todas partes: bajo los vestidos,
sobre la piel, en la luz ridícula y enamorada de las estrellas,
en cualquier lugar, rastreador de mis huellas,
y es quien hurta al viento su esperanza,
su misteriosa independencia presentida,
y se transforma después en la angustia que acecha
a través de las calles de un agosto intrascendente.





NO ES SÓLO LA FUERZA que le somete entre confusos raudales,
semejante a los hierros del ancla
para una embarcación detenida en pleno mar,
en pleno encuentro de torrentes térmicos y distantes.
Además de ella, un signo marca su ruta
y la convierte en flujos que obligatoriamente chocan en sus viajes
para tener que rodar unidos, o separarse,
a la búsqueda de esa unión de todos los mares en que se mueve.
Estrella misteriosa. Fugaz en los mejores instantes,
cuando fijas sus ansias en ella escapan sus sueños en una luz igual,
viendo cómo brillan todos juntos cual si estuvieran atados,
confundidos entre sí sobre la seda azul-negra del cielo.





MOVIBLE REALIDAD.
Enemiga del alma joven y simple.
Es la corriente a la que el menudo pez intenta dar sentido
para aliviar su irremediable sumisión al mar,
mas, cuando cree haberlo hecho, las olas cortan su paso
hacia nuevas playas donde vuelve a engañar sus esperanzas
entre el continuo golpe de las algas.
Así, es casi llevado a la fuerza,
arrastrado por el fluir de una realidad
que varía tanto como el cielo que sobre el azogado cristal
pretende ser siempr el mismo.
En él vierte sus sueños uno a uno,
hasta anularse en el vasto desgarrón de otros ecos.





SÓLO VALE EL TIEMPO EXACTO
en que con las manos se acaricia un rostro.
O si se pretende sobrepasar ese instante,
sólo vale entonces la imagen de ese rostro
en el tiempo exacto en que las manos le acariciaron.
La vida de estos personajes
tiene sólo escasos minutos, precisos y mortales;
angustias atrapadas entre cristales y manecillas,
vividas paradójicamente con la esperanza de sobrevivirlas.
Solamente les es dada, pues, no la imagen imperativa y casi inmediata,
sino el modo casual con que se conjuga el verbo que define la vida,
donde redunda , para más, los acasos y las meras posibilidades.





LOS NOMBRES PRECISAN
y encierran demasiado lo que contienen.
Sólo algunos símiles afortunados logran definir a medias
esa especie de emanación que se desprende
de lo que aparenta ser fácilmente definible,
como algo que queda flotando entre el aire y el polvo.
Algo que se desata de un todo, rodeándolo o siguiéndole,
como la estela de humo que flota en el cielo
persiguiendo el ave de plata que la ha abandonado.
Únicamente después de mucho tiempo
seríamos capaces de sentir la emanación,
mas sólo si contáramos con el sutil poder de apreciación
del visitante que viaja al mismo sitio cada año
y guarda en su memoria, como en un archivo,
la oscilación del paisaje, descubriendo así
la lentitud de nuevas siluetas
que nunca serán definitivas.





CUANDO NO SE DESCUBRE más ribera
que la que aprisiona al verso y limita su verdadero fluir;
cuando frente a él se extienden las orillas...
mientras su corazón escapa,
trata...
y acaba por pulsar ahogadamente bajo la tupida zarza;
cuando a todo alrededor no hay otro confín,
entonces, ¿cómo pensar en olvidar y evadir esos bordes
que abarcan mucho más allá de lo invisible?
Cuando el único acto trascendente
es el desdén con que se agita el aire
en manos de la espada que rasga el pecho,
entonces, ¿cómo eludir el frío rasguño,
cómo simular no conocerle?
Cuando no se divisa otro margen que después de incitar al verso
no le cause mejor la herida por donde muere,
¿cómo entonces escapar con otras voces, refugiarse en otros versos?
¿Cómo, si las orillas encierran entre ellas el fruto
y como los dientes de una trampa muerden y dejan su marca hasta en la simiente?





AH, EL CORAZÓN, PRECIPITADAMENTE ENVEJECIDO...
En liebre y lebrel se dividen sus más bellos deseos.
Uno es real, el otro es el juego.
Corre, caza, huye...
y tropieza.
El cazador es otro, más temible y poderoso,
pero para frustrar su vigilia
arriesga su cuerpo sobre el falso entramado de una trampa,
Corre, caza, huye...
y tropieza.
Por ser liebre ha de ser lebrel
y fingir que la sangre mancha su lana;
por ser lebrel es primero liebre
y ha de encubrir sus huellas
como las muchachas solteras en edad madura
reservaban antes los secretos vergonzosos.
Corre, caza, huye...
y tropieza.
Pero aún subsiste --ciertamente asustado y tembloroso--.
Mientras,
el mismo tiempo que le obliga a mudar sus ropas se deshace en iguales adversarios,
precisándose a sí mismo a pasar súbitamente y perderse para siempre,
como el paisaje, recuperable sólo en la memoria
que va quedando atrás y, al doblar algún recodo del camino,
se funde en la oscura carrocería del vehículo.





UNO MÁS. Por el corredor que bordea el muro
y persigue la arista que acorta el horizonte.
Uno que alinea su cuerpo en la fila de los blancos colegiales
que entregan su perfil a la pared y al sueño.
Nuca del primero. Rostro del tercero.
Breve visión que se diluye ante los ojos,
así como desaparece en un instante
la cucharada de grasa sobre la plancha de acero hirviente.
Uno. Solamente uno más.
Enmascarado el rostro y mezclado en la manada,
entre las correrías de los lobos.
Uno más. Ahogado como muchos entre aromas violentos.
Otro más. Arrastrado por los desconocidos
que cruzan indiferentes dos mediodías distintos
sin hallar la diferencia entre ellos.
Uno más. Otro más solamente.
Sombra del segundo: esbozo de anhelo frágil.





UNAS VECES SON FIEROS; otras, mansos.
Por dentro, anhelan los peligros del tupido paraje de una selva,
pero mientras, derraman sobre el limpiapiés de una tranquila casa provinciana
el murmullo de sus voces.
Pequeños animales... unas veces vuelan, otras se arrastran.
Indiferentes,
como el gato que escucha reposadamente el chasquido de los dedos
y no viene.
Incomprensibles, como el cordero,
que, en vez de balar ante el cuchillo,
deja paralizado que penetre en su pecho.
Pequeños animales: labios fieros, bocas mansas.





...Y EL VERSO, PACIENTE, AGUARDA,
con el sentimiento llano, desprovisto de esperanzas.
No con el ansia del viajero, sino
con la paciencia y el desinterés de los que son muy viejos.
Si bajo su escasa dimensión no hubiese acumulado su dócil carga,
hoy sería partícipe del ímpetu de esos animales
fácilmente domesticables, tan dóciles como él,
que un día fatal se rebelan a los tratos de su amo
y hallan la muerte o la sumisión forzosa del traspatio.
Pero él aguarda simplemente, no la recia ventisca
ni el soledado cielo que se abre entre las hojas húmedas;
aguarda, a un lado de los sueños, y no espera nada,

o sí, tal vez, tal vez aún lo hace,
mas ahora no brota en él ningún anhelo, ninguna señal de su deseo,
sino ese sentimiento llano, pasivo,
esa severa sujeción con que ha sabido mantenerse
bajo el desvarío de los años.





PERSONA. Agitación fugaz,
semejante a la huella de aroma que exhalan los alimentos
encerrados en el cuadrado espacio de las tiras cómicas.
Efusión excepcional,
porque cada rasgo y cada paso es suyo, inigualable,
y, aunque el silencio la empobrezca, es sólo ella: una sola.
Espirítus.
Halo misterioso que se mueve en torno, mágico, enigmático,
como las esencias de un país oriental.
Talento que se refugia en sus muros
para evitar el cerco de los lobos.
Persona. Curso del sentimiento puro.
Gota de aire que enerva del corazón
y con su firme contorno se aleja de la multitud,
se aleja del tiempo fugaz e inconsecuente,
como el vapor que asciende sobre las cacerolas de leche hervida
y luego se pierda y rueda por las blancas capas del techado.





COMO EL LOBO ENJAULADO
fortalece la sombra imaginaria por la que regresa a su foresta,
se ensancha el estrecho visillo por donde el momento final filtra su sueño.
Bajo el vigor del ahínco,
la estrella que parece inalcanzable
se acerca y nos roza las manos para luego volver a retirarse.
Pero nos roza las manos,
nos moja el cabello,
nos humedece los labios con las aristas del acaso,
y el torso dormido se levanta y cae lentamente sobre sí mismo,
y con cada movimiento parece llenarse de más vida
para luego barajar entre los dedos
los azarosos naipes del futuro.